Julio Castelo Matrán, que falleció ayer en Madrid, tiene por derecho propio un lugar relevante en la historia del seguro, institución a la que dedicó toda su fecunda y ejemplar vida profesional. Nacido en 1941, se incorporó a MAPFRE en 1961 cuando aún no había completado sus estudios universitarios de Derecho. Sus méritos y capacidades le llevaron a desempeñar desde muy joven cargos y responsabilidades directivas cada vez más importantes, convirtiéndose pronto en uno de los principales pilares en que se apoyó el espectacular desarrollo de dicho grupo empresarial y de sus importantes actividades fundacionales.

En 1990 fue elegido presidente y máximo responsable ejecutivo del grupo, cargo que desempeñó hasta el año 2000. Bajo su alta dirección y con su impulso personal MAPFRE alcanzó cifras de negocio y resultados nunca obtenidos anteriormente y amplió su implantación en el exterior, consolidando su liderazgo en el seguro español y su condición de grupo multinacional; y llevó a cabo una profunda reforma de sus estructuras y prácticas corporativas apoyada en la elaboración de un Código de Buen Gobierno propio.

Ocupó cargos relevantes en las instituciones del sector asegurador español, a cuya mejora contribuyó con iniciativas como el impulso a la regulación legal de las indemnizaciones a las víctimas de accidentes de circulación, y la creación de CESVIMAP, primer centro español dedicado a investigar la seguridad de los vehículos a motor y la eficiencia en su reparación. Fue también miembro del Club de los Grandes Aseguradores Europeos y de la Asociación Internacional de Mutuas de Seguros, y escribió dos obras relevantes: El mercado de seguros en Latinoamérica Portugal y España y Diccionario Básico de Seguros.

Su clara inteligencia le otorgaba una gran capacidad para realizar análisis profundos y racionales de situaciones empresariales complejas, a lo que unía otras cualidades destacables: rigor, orden y tenacidad en el desarrollo de su actividad profesional; dominio admirable de la expresión oral y escrita; y rectitud y acusado compromiso con la ética, la austeridad y la transparencia, tanto en lo personal como en lo empresarial. Todo ello, junto a su comportamiento personal, sencillo y humano, le granjearon el respeto y la admiración de quienes le conocimos y tratamos, tanto profesional como personalmente. Sus relevantes méritos y realizaciones forman ya parte del acervo histórico de la empresa española y del mundo asegurador, y fueron subrayados con la concesión de la Medalla de Oro al Mérito en el Seguro.

Al cumplir 60 años, renunció a todos sus cargos, y puso fin a su vida profesional. Se retiró a vivir a Águilas, su pueblo natal con el que mantuvo una vinculación especial a lo largo de toda su vida, y se dedicó plenamente a su vida familiar y personal, y a sus grandes aficiones: el mar y la pesca. Poco antes de su jubilación inició otra actividad, el Modelismo Naval, que desarrolló con la tenacidad y brillantez que le caracterizaban, hasta convertirse en un gran experto. A lo largo de veinte años construyó un centenar de maquetas, parte de las cuales se exhiben con carácter permanente en el Museo Naval de Cartagena.

Pero la principal obra de Julio Castelo fue sin duda la creación de una gran familia mano a mano con María Luisa, la mujer inteligente, generosa y decidida que ha sido su compañera entrañable desde la adolescencia. Ella, sus cinco hijos y sus quince nietos han sido el gran soporte de su vida personal y profesional, han compartido con sano orgullo sus afanes y sus éxitos, y hoy lloran su pérdida. Para ellos, el cariño y la solidaridad de los amigos de Julio, de los que nos enorgullece haber formado parte.

La vida pone a prueba a todos, pero especialmente lo hizo con Marcelino Rubio Merlos, exconcejal del Ayuntamiento de Lorca durante la legislatura 1995-1999 y que falleció a los 62 años. Cuando todos los niños están en edad de jugar, de pegar patadas a un balón, de hacer travesuras… este lorquino de Zarcilla de Ramos comenzó su particular coqueteo con la enfermedad que por momentos le llevó como él mismo relataba a tocar el cielo, pero también a bajar a los infiernos. A edad temprana perdió un riñón, pero esto no le impidió llevar una vida casi normal.

Marcelino se bebía la vida a borbotones. Aseguraba que cada día podía ser el último y que a él le iba a quedar poco o nada por hacer porque procuraba disfrutar de cada instante. «No temo a la muerte, pero no estoy preparado todavía para irme», decía. En su etapa como concejal del Ayuntamiento de Lorca el único riñón con el que vivía dejó de funcionar y comenzó su particular calvario con la diálisis. Duró poco, porque la madre que le dio la vida decidió dársela de nuevo, donándole uno de sus riñones.

El político sabía que era un tiempo añadido al partido de su vida y que debía comprometerse con los demás. Y así arrancó su particular defensa por los trasplantes que duró hasta que las fuerzas le han abandonado. Muy reivindicativo pedía la donación de muerto a vivo, pero también de vivo a vivo a un desconocido. Una cadena de favores capaz de salvar la vida a un gran número de personas.

No hace ni un mes abría las puertas a LA OPINIÓN para contar su última hazaña. De nuevo, había vencido a la muerte. Tras un nuevo trasplante de riñón hace unos años había padecido un cáncer. Estaba curado y preparaba una nueva fiesta de pijamas junto a sus nietos. Bajo su gorra volvía a crecer el pelo y renovadas fuerzas le llevaban a soñar con volverse a poner el kimono de karateca y retomar una actividad deportiva que le había reportado muchos triunfos en el pasado.

Los capítulos más importantes de su vida los guardaba en su despacho de la Estación de Autobuses de Lorca que dirigió hasta sus últimos días. Allí, estaban las fotografías de su etapa como concejal del Partido Popular en el Ayuntamiento de Lorca. En la charla con este periódico recordaba a su presidente de entonces, Ginés Sánchez de la Villa; pero especialmente a quiénes calificaba como «mi Pío y mi Jesús». El ex diputado nacional Pérez Laserna y el exconcejal López Molina y Marcelino guardaban una amistad de esas que son inquebrantables.

A otro lado de su despacho estaba una especie de santuario de su etapa como karateca. Sus cinturones, trofeos… se acumulaban haciendo equilibrios en las estanterías repletas. Y en un rinconcito los que estos años han llenado su corazón, sus nietos. Tenía pasión por sus cuatro hijos, Maravillas, Marcelino, Álvaro e Isabel, pero creía tener una deuda pendiente con una de ellas, Mavi, a la que llevó del brazo al altar recién salido de la diálisis tras rechazar el riñón de su madre. «La miraba y veía la felicidad reflejada en su cara, pero también su preocupación por mí», contaba hace unas semanas.

Entonces, no quiso decir su edad. Era un auténtico ‘gentleman’ de cuyo aspecto cuidaba cada semana su amigo Jesús, el barbero de Lope Gisbert. Marcelino era todo un personaje, siempre atento a todos, al que le gustaba reflexionar frente al mar. El mar de Calabardina le acompañaba mientras esperaba la llamada que le anunciaba hace unos años que había un nuevo riñón para él. Releo las notas que tomé de nuestra última conversación. Aún están en mi libreta y todavía siento ese abrazo ‘chillao’ que nos dimos al despedirnos y que jamás podía imaginar que sería el último, amigo.