Cuatro varones con edades comprendidas entre los 20 y los 38 años de edad fueron acuchillados el pasado fin de semana en Cartagena durante una pelea multitudinaria que arrancó en un botellón multitudinario que se celebró en la zona universitaria. Y el asunto derivaba en bronca política: la alcaldesa de Cartagena, Noelia Arroyo, pedía una Junta Local de Seguridad urgente para «combatir el problema» de los actos violentos, el delegado del Gobierno, José Vélez, declaraba que fueron «hechos aislados».

«¿Hasta cuándo estaremos sin medios?», se preguntaban entonces desde la Policía Local de Cartagena, que afirmaba sentirse «en peligro» ante una situación que temen que vaya a más.

El botellón (o botelleo, como se le conocía en Murcia en los años 90) es un fenómeno que nació para evitar pagar el elevado precio de una copa en bares (unas 500 pesetas de la época, todo un tesoro para muchos jóvenes). Si entonces se trataba de un grupo de personas, todas conocidas, con una o dos botellas en un banco del jardín de la Pólvora o el conocido como ‘parque de Los Perros’, ahora las reuniones han crecido y se comparte espacio y alcohol con gente desconocida. 

"Termina degenerando en un monstruo donde salen a la luz las más bajas pasiones y los instintos primarios"

«Yo conocí la antigua (y mejor) Plaza de la Merced. Aquella mal iluminada, diversa y orinada plaza en la que la juventud de entonces bebía y se divertía sanamente dentro de la ilegalidad. Yo contaba pocos años entonces, pero acompañaba a mis hermanos y recuerdo aquellos gigantes peldaños de piedra llenos de vasos, botellas, envases de hielo… y también de diversión». Así se expresa el criminólogo murciano Eduardo Serrano Mayoral.

No hay mejor teoría que tu propia experiencia para encontrar la verdad y, volviendo a su propia vivencia de juventud, el experto rememora que «después se cargaron aquella plaza (la antigua de La Merced) y desapareció el encanto, ahora es una suerte de mostrenco de hormigón que no termina de integrarse dentro del latido de la ciudad. Algo extemporáneo y ajeno, como un quiste». «La plaza dejó de ser refugio de los jóvenes porque ya no había obstáculos que impidieran como antes la entrada de la Policía, así que la gente se trasladó para hacer botellón», manifiesta.

Sangre en el suelo en el lugar donde se celebró el botellón que acabó con cuatro heridos. | L.O. L.O.

En cuanto al origen de esta práctica, Serrano Mayoral comenta que «probablemente el origen común a diferentes generaciones sea el mismo: la economía», dado que «es infinitamente más económico hacer botellón en la calle que andar de copas en un pub en el que pueden vender garrafón. Máxime cuando en el botellón alternas con amigos, conocidos y desconocidos escuchando música que te gusta o conversando o ligando». «Lo mismo que en un bar, pero más barato y a una temperatura agradable la mayor parte del año, ya que en el sur de Europa gozamos de un clima que invita a la gente a hacer vida en la calle antes que en un espacio cerrado», destaca el criminólogo.

«En otros países europeos el fenómeno es idéntico, con la salvedad de que el consumo de alcohol en la vía pública, transporte público es perfectamente legal a diferencia de España», precisa el experto, a lo que añade que el botellón de ahí «es una costumbre más o menos fea, pero que está integrada en la sociedad, como en España está integradísimo fumar por la calle». «Quizá las sociedades que han asimilado estos comportamientos logran así que no se les vayan de las manos», razona.

«Escenas lamentables»

No obstante, «no todo es de color rosa, también hay altercados, gente que no sabe beber y acaba formando una tangana. Había entonces y lo hay ahora, irresponsabilidad cuando se deja suciedad y cristales rotos en parques donde van a jugar los niños», admite.

Sea legal o no la práctica, «siempre se producen escenas lamentables como que la Policía tenga que correr detrás de los jóvenes o que alguien acabe en el hospital con un coma etílico»

Serrano Mayoral asevera que «lo que empieza como una reunión de jóvenes para beber, al final termina degenerando en un monstruo donde salen a la luz las más bajas pasiones y los instintos primarios de la sociedad». «El exceso de alcohol, unido a la sensación de impunidad al hacer algo ilegal en un sitio apartado y con el abrigo de la oscuridad son una peligrosa mezcla que puede hacer pensar a la masa que en ese espacio todo vale», detalla.

Por su parte, Alberto García Vilas, secretario regional de Jupol Murcia, remarca que «independiente de las molestias vecinales o la suciedad más que latente tras estas concentraciones de gente en vía pública», lo peor «es la inseguridad que se da». En este sentido, detalla que los bares «suelen tener su vigilancia privada», algo inexistente en un solar abandonado.

Denuncia que, en este tipo de reuniones, «se da el caso de intento de agresiones contra la Policía interviniente como parte de la ‘diversión’», al tiempo que recuerda a los individuos que actúan así que los investigadores efectúan pesquisas para dar con ellos, y que se enfrentan a un delito de atentado contra la autoridad.

García Vilas hace un llamamiento a la clase política para que se tome en serio esta problemática de los botellones y establezca un consenso para atajar estas conductas. Los policías, recuerda, «somos los escudos de nuestros ciudadanos y, si estos no son protegidos, nuestra sociedad quedaría en manos de una anarquía bastante perjudicial para los ciudadanos de bien».

«La generación perdida»

Por otro lado, la psicóloga Felipa Gea resalta que «la generación Z es conocida como ‘la generación perdida’. Una generación que lo tiene duro, que nació con la iluminación de la tecnología pero también dentro de un túnel en el que no se ve el final». «Esta falta de oportunidades de futuro, que también afecta a la conocida generación de los millennials, produce apatía, irritación, desesperanza y desesperación», dice.

En su opinión, «hay que tomar en cuenta también la retención producida por la pandemia, unida a la época en la que más necesidad de romper reglas, de pertenecer a un grupo, de revelación y de descubrimiento». «Esta pandemia ha frenado estas necesidades que van con la edad y ha provocado una especie de efecto péndulo: estábamos en un extremo y, tal y como ocurre cuando el péndulo se suelta, tendemos a irnos hacia el otro extremo», precisa, a lo que añade que «podría verse también como una necesidad de recuperar el tiempo perdido, todo ello unido a la dopamina que genera el peligro».

Felipa Gea, psicóloga. L.O.

Gea subraya que «las drogas y el alcohol serían otro factor a tomar en cuenta, pues entre los jóvenes han normalizado mucho más el uso de ellas». «Hoy el uso de las drogas no está tan mal visto y no se esconde tanto como antes, por lo que el consumo influye en este incremento de la violencia», asegura, y apunta que «la desinhibición y el descontrol están unidos a este consumo, algo que junto a lo descrito anteriormente es una bomba de relojería».

"En otros países de Europa es una costumbre fea, pero perfectamente legal"

La psicóloga hace hincapié en que «es importante señalar también la cultura, pues la violencia es algo que está entre todos nosotros y en cada rincón». «Se ocultan y censuran, por ejemplo, las cosas relacionadas con el aspecto sexual del ser humano: nos ponemos las manos en la cabeza si vemos un cuerpo desnudo o cambiamos la tele si aparece una relación sexual en una película, pero no lo hacemos cuando aparecen escenas o imágenes violentas», critica, para agregar que «estos hechos educan y educan en la violencia, además de educar mal a nivel sexual (lo que se relaciona con las agresiones sexuales hacia las mujeres)».

«Por último, no puedo dejar de señalar el estigma que existe en relación a la salud mental. La pandemia nos ha dejado a todos, en mayor o menor medida, tocados a nivel psicológico», indica Gea. «Aunque la pandemia no es la única que tiene la culpa, es (o ha sido) un añadido». 

«Los jóvenes también son víctimas de esto, y además se une la pobreza que sienten respecto a su futuro, educación y cultura. Al final, todo esto tiene que explotar de algún modo», considera.