Ahora menos, aunque todavía me rodean algunos adolescentes de la familia, pero durante más de cuarenta años los tuve en mis aulas, en los institutos donde trabajé. Enseñar a adolescentes requiere todo tipo de cualidades en el ser humano que osa dedicarse a ello. Los así llamados profesoras/es necesitan poseer muchas cualidades, fundamentalmente la paciencia, pero también otras, como la serenidad, la templanza, la capacidad para transmitir conocimientos sin que se note mucho, porque si los alumnos/as se dan cuenta de que estás intentando que aprendan la voz pasiva, pongamos por ejemplo, enseguida notarás que se aburren, y eso que la voz pasiva que yo enseñaba era la inglesa, que es mucho más fácil que la española, o sea, que había que empezar diciendo: «I’m loved by my wife. Are you loved by anybody?» Y eso motivaba a que cada uno respondiera una chorradilla, como «I´m loved by my dog», que despertaba su interés.

En mi afán por no escribir este verano de la pandemia, del gobierno nacional, del regional, de los partidos políticos, de los fachas o de los rojos, del paro, del Mar Menor o de cualquier otro tema de los que se suele escribir en invierno, he pensado hoy que, cual abuelo Cebolleta, voy a contarles a ustedes algunos sucedidos de mi historia como profesor. A los profesores que lean esto les parecerán historias sin importancia porque todos habrán vivido situaciones parecidas, pero quizás a otros seres humanos le puedan parecer curiosas, digo yo.

A principio de curso trataba de aprenderme los nombres de los alumnos lo antes posible porque eso les caía bien. Después hacía grupos de trabajo, de cuatro alumnos, chicos y chicas, para que cuando tuvieran que hacer algo en conjunto supieran con quien les tocaba, y lo hacía antes de que ellos se crearan sus grupitos con los amiguitos del alma, rechazando a los de siempre. Así que un día me puse a escribir en la pizarra los grupos de cuatro que formarían los equipos de trabajo. Al llegar a uno de ellos, escribí: Fulanito, menganito, zutanito y Vanesa. Entonces, una chica se levantó y dijo: «Yo soy Vanesa con dos eses»; como diciéndome «usted ha cometido una falta de ortografía, vaya mierda de profesor». Miré la lista del curso y efectivamente se llamaba Vanessa con dos eses, así que le pedí perdón y le pregunté por qué le habían puesto las dos eses, y me respondió que la razón era que a su madre le gustaba, porque lo había visto en una novela de la tele, pero que a ella la molestaba y que, en cuanto tuviera la edad, pensaba quitarse una ese de su nombre.

Un día estaba yo en la pizarra explicando algo cuando al volverme hacia los alumnos observé que había un chico haciendo tonterías con su compañera de al lado, como dándose palicos el uno al otro y diciendo: «Ay, qué tonto eres» y cosas así. Entonces hice algo que hemos hecho muchos profesores, aunque sea una gilipollez, dirigiéndome al chico, le dije: «¿Qué pasa J.A.?, ¿que ya te sabes perfectamente lo que estoy diciendo? Vale, pues ven aquí a la pizarra y me ayudas a explicarlo». El chico se puso algo rojo, y me dijo que no, que se estaba quieto y se callaba, pero yo me puse serio e insistí en que viniera conmigo a la pizarra. Entonces se levantó. Llevaba un pantalón vaquero blanco y presentaba una erección tan obvia, marcándose en su pantalón, que al verlo le dije de inmediato: «Vale, siéntate, por esta vez, pero haz el favor de comportarte en clase». (Bastantes años después, nos encontramos un día en la calle J.A. y yo, él ya un hombre con su pareja y un bebé que llevaban en un carrito. Hablamos de aquel momento que ambos recordábamos perfectamente y nos reímos muchísimo.)

Y una última. En un COU nocturno apareció un chico de al menos treinta años que me pidió una cosa algo insólita: que si le sonaba el teléfono pudiera responderlo porque tenía un jefe que solía llamarlo sin horario y no tenía más remedio que responder. Accedí a ello con la condición de poner el teléfono en vibración, y que, si le sonaba, saliera al pasillo a hablar procurando no interrumpir la clase. Efectivamente, era raro el día, mejor dicho, la noche, que no le sonaba el teléfono y se levantaba para responder. Me preguntaba yo quién sería ese jefe que no lo dejaba en paz nunca, y un día sus compañeros me lo revelaron: era una autoridad eclesiástica murciana.