«Hemos pasado mucha impotencia y mucha pena al ver cómo los residentes se iban deteriorando, pero el equipo se ha unido más que nunca en una trabajo que se hace más por vocación que por la compensación económica que pueda tener». La que habla es Irene, trabajadora social que lleva nueve años en una residencia de Murcia. «Para nosotros no son pacientes: son familia, con los que compartimos más tiempo que con nuestras familias», contaba la profesional, emocionada, a este periódico.

«No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos», dicen que dijo el filósofo alemán Schiller. En el día a día de quienes trabajan con personas mayores (que no son padres de enfermeras, médicos, cocineras, auxiliares o trabajadores sociales, pero acaban siendo familia) esto se pone en práctica, sentencian los protagonistas. Trabajadores de residencias de mayores de la Región y de España consultados en distintos medios a raíz de su experiencia con la covid coinciden: ha sido duro y, a su vez, enriquecedor. No solo cuidan, lavan, cambian, ejercitan o charlan: el aprendizaje va más allá y, como empleados que se convierten en familia, es enriquecedor el día a día que comparten con los mayores.

Mayores pero no por eso débiles. «La mayoría ha superado el virus, y prácticamente se contagió la residencia entera», comenta Lola, enfermera, que lleva desde 2008 en un centro de mayores del municipio de Murcia.

Apostilla al respecto Elisabeth, auxiliar de enfermería en un centro geriátrico, que trabajar con mayores es algo «muy vocacional», y añade que «también te lo pasas muy bien, me río mucho con ellos».

«Hemos estado al pie del cañón, con miedo e incertidumbre. Nuestras personas mayores nos han dado la vida, han luchado por España, por formar una familia... lo han dado todo por nosotros. Ellas (las internas) para mí son mis abuelas, las quiero como si lo fuesen. Estoy con ellas ya 36 años en la misma residencia (El Amparo, en Santo Ángel), pero esta pandemia nos ha llegado al alma», sentencia Fernanda, auxiliar de geriatría en una residencia.

Trabajadora social, Ana, de 29 años, se confinó con sus mayores tres meses, durante el primer estado de alarma, y «la experiencia fue dura y reconfortante al mismo tiempo: estábamos seguros en la burbuja, pero con incertidumbre».