Históricamente han existido profesiones cuyo ejercicio ha tenido una proyección social innegable, relacionadas con valores superiores como la salud, la integridad o la justicia, que deben primar y protegerse frente a connotaciones más económicas y especulativas.

Desde sus orígenes gremiales, estas profesiones han trabajado conjuntamente para defender los intereses propios y de la sociedad frente a los abusos de los poderes públicos, tanto en sus formas absolutistas como liberales, habiendo luchado y ganado fuerza de manera progresiva con el paso de los años y jugando un papel importante en la configuración moderna del Estado Social y Democrático de Derecho.

Fue a partir de la segunda mitad del siglo XIX que los gremios empezaron a organizarse como colegios profesionales, constituyendo en la actualidad instituciones de la sociedad civil independientes que tienen la esencial finalidad de velar para que la prestación de sus servicios responda a las necesidades de la sociedad.

La vigilancia que a través de estas Corporaciones se hace del ejercicio de la profesión resulta imprescindible, puesto que los valores superiores de innegable proyección social con los que se trabaja exigen el cumplimiento no solo de una lex artis, sino también la observancia de una serie de normas deontológicas, éticas y morales.

En el caso de la Abogacía, el deber deontológico resulta evidente, por cuanto se ha de garantizar el cumplimiento de la confidencialidad profesional para que no se produzca ningún tipo de indefensión, teniendo los Colegios Profesionales la potestad de sancionar y corregir disciplinariamente a sus colegiados y colegiadas para asegurar que el ejercicio de la profesión responda al interés general.

La obligatoriedad de la colegiación en nuestro caso y el sometimiento a una deontología común son garantía de independencia y fuerza para el abogado y para el profesional que, a veces demasiado aislado, se tiene que enfrentar a los poderes públicos.

Hoy por hoy, los Colegios Profesionales son auténticos lobbies cuya fuerza y capacidad de influencia en la vida pública no deben obviarse, pues a través de la presión ejercida por los mismos en defensa de los legítimos intereses de su colectivo, se han convertido en agentes indispensables que actúan como un engranaje que despliega enriquecedores canales de participación entre la sociedad civil y los poderes públicos.