Sin el esfuerzo inversor que hicieron 62.000 familias españolas hace una década para madurar la tecnología de generación fotovoltaica -junto con otras tantas miles de iniciativas particulares por toda Europa-, estaríamos indefensos frente al cambio climático: cautivos de la generación fósil, contaminante y cara, con la única alternativa de reducir los consumos energéticos y, con ello, mermar nuestro progreso y el bienestar social. Las familias fotovoltaicas españolas hemos transformado un horizonte desolador en un presente energético de ilusión y esperanza, que alumbra un escenario sostenible y competitivo, con una reducción de costes de instalación de hasta un 90%, lo que se supone un abaratamiento en el precio de la energía desconocido hasta ahora.

Otra aportación trascendental ha sido la socialización de la generación y su mejor gobernanza. Nuestro colectivo ha demostrado una elevada capacidad para gestionar la producción de energía, y estamos a la vanguardia de un nuevo modelo que, además de renovable, quiere ser social. Esta irrupción en el escenario energético nos ha permitido, además, denunciar las deficiencias que hemos ido detectando en el sistema eléctrico; como ciudadanos responsables, hemos ‘tirado de la manta’ de no pocas irregularidades que, con el apoyo de las Administraciones, se han ido subsanando, para avanzar hacia un sistema de generación eléctrico universal y más justo, porque el sistema eléctrico no es perverso en sí mismo, lo inadecuado han sido los abusos a los que fue sometido en beneficio de unos pocos.

Nuestro colectivo ha demostrado una elevada capacidad para gestionar la producción de energía y estamos a la vanguardia de un nuevo modelo que, además de renovable, quiere ser social.

Contamos ahora con un parque de generación de energía limpia y barata; una industria renovable pujante e internacionalizada; los objetivos internacionales de reducción de GEI a nuestro alcance; una banca que realiza sus beneficios; una factura de la luz cada día más asequible; y una modularidad que abre las puertas a la socialización de la producción. Unos logros, desgraciadamente, desconocidos para la sociedad y que ahora están en riesgo de convertirse en patrimonio de unos pocos.

El presente y el futuro de la generación de energía es y será renovable, el peligro es que no sea, además, social, que no beneficie a los españoles y sigamos siendo convidados de piedra en este mercado, relegados al abono mensual de facturas.

Miguel Ángel Martínez-Aroca, Presidente de la Asociación Nacional de Productores Fotovoltaicos (Anpier)

En Europa asistimos a una revolución fotovoltaica mejor dimensionada que en España, distribuida en pequeñas y medianas potencias, que se integran mejor en los entornos rurales y están en propiedad de iniciativas locales. España cuenta con el macroparque fotovoltaico más grande de Europa, con 495 MW, 200 MW más grande que su inmediato seguidor -en Francia- y cuenta con los tres parques en construcción con mayor potencia de cuantos se están instalando en el viejo continente, con 500 MW, 300 MW y 300 MW respectivamente. Una especulación desmesurada de grandes fondos de inversión que está aprovechando las debilidades de nuestras administraciones y la falta de información del ciudadano para implantar superficies casi infinitas de paneles fotovoltaicos.

Asimismo, hemos ido denunciando las deficiencias que detectamos en el sistema eléctrico

Los parques de gran tamaño son menos eficientes; dado que han de transportar la producción, con sus correspondientes pérdidas y costes, las pérdidas totales de energía que generan las macroplantas, en su transporte y distribución hasta el consumidor, llegan a alcanzar valores cercanos al 20%, y este coste el sistema lo asigna al consumidor final; mientras que el coste que por este mismo concepto generan las pequeñas plantas -de hasta 10 MW- se reduce enormemente, beneficiándose el consumidor de esta mayor eficiencia.

En décadas precedentes, con una generación muy concentrada en grandes plantas de ciclo combinado de gas o nucleares, no había más remedio que recurrir a los modelos de vertebración de suministro, a través de grandes transformadores y redes de alta tensión para transportar electricidad de una punta a otra del país; pero estas infraestructuras no se precisan si el nuevo modelo se nutre de pequeñas y medianas instalaciones fotovoltaicas, que son, precisamente, las que están al alcance de las pymes locales.

De la misma manera, es preciso un impulso decidido para autoconsumos y comunidades energéticas locales, pero todo ello tutelado por las administraciones, para evitar una innecesaria y peligrosa sobreinstalación de potencia de generación, que no beneficia a nadie, puesto que la demanda de energía eléctrica es limitada, y lo eficiente –y sostenible- es armonizar la potencia disponible con necesidades reales del país, con los márgenes necesarios para garantizar el suministro.

Los fiascos del pasado han de servirnos para un rediseño inteligente del sistema eléctrico, puesto que los errores o los aciertos en estos sectores estratégicos se proyectan a más de una década y determinarán nuestra salud económica. Las burbujas o disfunciones del nuevo marco podrían ser una pesada carga para los futuros usuarios y dañar el propio sistema eléctrico, que ha sido capaz de proporcionar suministro hasta en la aldea más recóndita de nuestra geografía.

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