Hablar de igualdad a estas alturas resulta para muchos un tanto repetitivo, los más críticos dirían que hasta cansino, siempre la misma canción cantada por las mismas voces. Cada año asistimos a una escena parecida, miles de mujeres en todo el mundo siguen pidiendo aquello que ya reclamaban otras como ellas siglos atrás desde la soledad, una igualdad que, a pesar del tiempo, parece no llegar. Desde los altos muros de nuestras atalayas creemos que la hemos conseguido, somos libres e independientes, fuertes y, por qué no decirlo, valientes, pero siempre hay un hecho, un caso, alguien nos cuenta aquello que pasó, los mismos periódicos nos lo recuerdan constantemente con sus noticias… ‘En Filipinas, una niña de trece años fue obligada a casarse con un hombre de 48’, ‘una mujer que denunció acoso sexual y laboral asegura sentirse desprotegida’, ‘Chile se estremece por el caso de una joven de 21 años que se suicidó tras ser violada’, ‘Despedida por estar embarazada’…, hechos como estos se suceden cada día a nuestro alrededor: a veces a la vecina de al lado, otras, en cambio, a miles de kilómetros de distancia. Situaciones como éstas nos recuerdan que esa igualdad es todavía un espejismo y no una realidad.

¿Quién va a pedir justicia por ellas si su propia voz ha sido callada?

Ahora debemos ser su voz como así lo hicieron antes otras tantas por nosotras, las primeras que pidieron el voto femenino, las primeras que salieron a la calle para reclamar unas condiciones de trabajo dignas, las primeras que exigieron respeto para nuestro sexo, las mismas oportunidades, o el derecho a la educación.

Antes de la proclamación del 8 de marzo como día de la mujer muchas lanzas fueron rotas desde la individualidad de sus protagonistas, nombres que quizás hoy deberíamos pronunciar para no olvidar cuántas fueron las que construyeron el camino por el que hoy tan libremente nos movemos.

Desde las revolucionarias ideas de la abadesa Hildegarda de Bingen, que en pleno siglo XII ya defendía la libertad sexual femenina, o Christine de Pizan, pionera en reivindicar el papel de la mujer en la sociedad (’no todos los hombres comparten la opinión de que es malo para las mujeres ser educadas, pero es muy cierto que muchos hombres necios han reclamado esto porque les disgustó que las mujeres supieran más que ellos’), hasta llegar a una de las figuras más adelantadas a su época que a finales del siglo XVIII se anticipó y asentó las bases de muchos de los postulados que hoy continuamos reclamando: Olympe de Gouges.

Su gran lucha fue por la igualdad en toda su extensión: para los esclavos, atacando sin miedo el comercio de personas y sus lamentables condiciones, y para la mujer, reclamando el mismo tratamiento que el otorgado a ellos tanto en la vida pública como privada: acceso al ámbito de la política, derecho al voto, a tener propiedades, a la educación, incluso a formar parte del ejército, aprobación del divorcio y el reconocimiento para los niños nacidos fuera del matrimonio… Pero, como suele ocurrirles a los que luchan por causas incómodas, ella murió guillotinada a raíz de su obra Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana, mientras su hijo renegaba de ella públicamente y la historia escondía su nombre por no ser políticamente correcta.

Aquellas palabras pronunciadas antes de su muerte («mujeres, despertad. Reconoced vuestros derechos. ¿Cuándo dejaréis de estar ciegas?») tuvieron su eco más de cien años después. A principios del siglo XX algo comenzó a cambiar: en diferentes partes del mundo grupos de mujeres trabajadoras comenzaron a pedir ciertos cambios sociales que ya no soportaban más siglos de opresión.

En Nueva York más de quince mil trabajadoras se manifestaban en la calle por unas mejores condiciones laborales en el sector textil, mayor salario y seguridad, Rusia veía amotinadas a miles de madres pidiendo comida para sus hijos, y en España comienzan a formarse las primeras asociaciones de mujeres obreras.

Aunque ese caldo feminista ya estaba en plena ebullición hubo un suceso que realmente lo cambió todo: el mundo entero quedó horrorizado y nada volvió a ser igual después de aquello. El 25 de marzo de 1911 ardía en Manhattan la fábrica de camisas Triangle quedando atrapadas en su interior 146 mujeres, la mayoría jóvenes inmigrantes, que intentaron escapar de las llamas pero no pudieron: los dueños habían cerrado la puerta de acceso. El motivo todavía no está claro: unas versiones dicen que para evitar los continuos robos; otras, en cambio, afirman que fueron encerradas como castigo por su intención de declararse en huelga.

La única verdad es que era imposible salir de allí. La mayoría murieron quemadas y unas pocas trataron de salvar su vida saltando por las ventanas del noveno piso del edificio, donde se situaba la fábrica, encontrando igualmente la muerte, mientras que las chimeneas teñían el cielo de un humo color morado por la deflagración de los productos químicos y tintes usados en la producción.

Una fábrica clandestina a un paso dicen de la esclavitud, con bajos salarios, sin permiso para salir a comer, con las puertas cerradas y largas horas de trabajo sin descanso… unas condiciones de trabajo lamentables que se repetían en diferentes sectores y siempre con ellas como protagonistas.

Menos conocida, pero igual de espeluznante, es la historia de las llamadas ‘chicas radioactivas’, un grupo de 70 mujeres que trabajaba durante la Primera Guerra Mundial para la empresa que inventó unos modernos relojes que se iluminaban por la noche. El milagro tecnológico se debía a que sus esferas estaban bañadas por una nueva pintura llamada undark, sustancia con un alto componente de radio, material altamente tóxico y radioactivo que las jóvenes también usaban para decorar sus uñas, ojos y labios atraídas por ese brillo tan llamativo que las hacía parecer más bellas frente a sus enamorados. Poco a poco comenzaron a caer enfermas: la empresa era totalmente conocedora de su peligrosidad, sus dientes se caían y su cuerpo entraba en una especie de proceso de desintegración. Sólo tres consiguieron sobrevivir y, tras muchas complicaciones, unieron sus fuerzas para denunciar a la gran empresa.

Diez años después de un largo proceso, sólo una de ellas pudo ver cómo en Estados Unidos se aprobaba una ley en la que se reconocía que todas las enfermedades laborales deben ser indemnizadas.

A veces sólo este tipo de desgracias son las que verdaderamente tienen la capacidad de abrir el camino al cambio aunque para ello muchas vidas hayan quedado atrás.

No es el 8 de marzo un día para celebrar, sino más bien para recordar y dejar que la luz de nuestras voces disipe esa nube de humo color morado que hoy sigue asfixiando a una sociedad que parece no haber aprendido nada…

Tendremos que seguir insistiendo.

Que todas las noches sean ocho de marzo,

Que todas las nubes sean nubes de miel.

…Por ellas