La pandemia ha sido una dura prueba para todo el mundo, pero ellas han estado en primera línea y han trabajado en los hospitales, en las residencias de mayores, en las farmacias, en los laboratorios, en el transporte público o en las tiendas bajo la amenaza de un enemigo desconocido. Han seguido cuidando a las personas que estaban más expuestas, atendiendo a los enfermos o trasladándolos a los centros sanitarios cuando tenían que hacerse pruebas médicas. 

Sabían que se exponían al contagio y muchas han enfermado mientras cumplían con sus obligaciones, porque al principio no se conocía con exactitud qué debía hacer el personal sanitario en contacto con los enfermos. Tampoco tenían los medios ni los equipos necesarios para mantenerse a salvo. Se han enfrentado al peligro sabiendo el riesgo que corrían y no han dudado en ofrecer el apoyo necesario en cada momento, cuando todo se volvió silencio y el aislamiento era una amenaza tan peligrosa como el virus para la supervivencia de los que no tenían a nadie. 

Son ellas las que se han ocupado de ayudar a sobrellevar la soledad a las personas aisladas por el virus, que han permanecido durante meses alejadas de sus familias. Además de prestarles la asistencia que necesitaban en cada momento, se han ocupado de que pudieran mantener el contacto con sus parientes.

Las calles les agradecieron su entrega con aplausos, aunque hay otras muchas a las que no ha aplaudido nadie, a pesar de que estuvieron al pie del cañón cuando el mundo entero se detuvo.

Ellas siguieron trabajando en el campo, porque seguía siendo necesario llenar de las despensas y asegurar el suministro no solo a las familias españolas, sino a los consumidores europeos que desde hace décadas dependen de los productos de la Región que llegan a su mesa.

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Han conducido camiones por toda Europa y han aterrizado en las primeras ciudades cerradas por el virus, recorriendo a veces cientos de kilómetros sin cruzarse con nadie. 

También han conducido los autobuses casi vacíos que durante las semanas del confinamiento transitaban unas calles deshabitadas y han empujado las sillas de ruedas para ayudar a sus clientes a subir al taxi para llevarlos a un centro sanitario. De igual forma han seguido en su puesto las cajeras de los supermercados, las panaderas o las vendedoras de las tiendas y de las plazas de abastos. Para muchas personas que han sufrido en soledad los meses de aislamiento ellas han sido las únicas interlocutoras que han tenido. Conscientes del miedo y de la necesidad de sus clientes, han tratado de ejercer de consejeras y de ayudarles a sobrellevar su desasosiego.