«Me acuerdo de un verano en el que, estando con mi hijo en una piscina, se me acercó un niño y me preguntó por qué Raúl se comportaba de manera diferente, y yo le respondí que porque era un extraterrestre». Francisco Romero es padre de un hijo con síndrome de Down y autista. Su hijo se llama Raúl Romero, tiene 18 años, es dependiente y desde que tenía muy poca edad está escolarizado en el Colegio Público de Educación Especia Santísimo Cristo de la Misericordia de Murcia. Francisco muestra la disyuntiva a la que se enfrenta un padre con un hijo con necesidades especiales. Por un lado, apoya la inclusión o integración de estos niños en un entorno como los que ofrece un colegio ordinario donde puede encontrar alumnos que quieran compartir su tiempo con Raúl. Por otro lado, entiende la seguridad y confianza que obtienen los padres al saber que sus hijos pueden estar plenamente atendidos en un centro de educación especial.

«Un día pensé que todos los hijos podían ser como Raúl», explica Francisco, que es presidente del AMPA del colegio, «pero hay muchos niños que no tienen la misma afección que Raúl, que son más independientes y, por tanto, podrían estar más integrados». A pesar de esto, a Francisco han acudido padres que, por su condición de presidente de la asociación de padres de un colegio de educación especial, le han pedido consejo. «Soy un padre que piensa que aunque tuviera un hijo que tuviera su independencia, que pudiera hacer determinadas cosas, me sentiría más tranquilo si acudiera a un centro de educación especial», donde estaría atendido por auxiliares, enfermeros, orientadores, maestros de audición y lenguaje, fisioterapeutas, etc.

Frente a esto está el mismo problema que nombran los especialistas de los centros que se encargan de atender a los alumnos con necesidades educativas especiales. Los recursos con los que pudiera contar un centro ordinario no están a la altura de los de un centro de educación especial, y nadie confía que en esos diez años de periodo de transición que plantea la LOMLOE se puedan adaptar los colegios e institutos.

Este curso 2020/21 se ha puesto en marcha once nuevas aulas abiertas, lo que sitúa el total en 127, distribuidas en 31 municipios de la Región. En ellas se atiende cada día a 880 alumnos. Estas aulas abiertas prestan atención muy profesionalizada a alumnos con necesidades permanentes.

Más allá de qué módulos de integración oferten los centros ordinarios, Francisco plantea problemas tan básicos como los baños adaptados, los accesos al centro y la formación del resto del profesorado.

«Mi hijo nunca va a decir 'hola', ni 'adiós', ni sabrá que dos más dos son cuatro. No necesita las matemáticas porque nunca las va a usar, pero debe tener la atención de un enfermero escolar o un auxiliar. Necesita a alguien que le cuide».

Insiste en que dotar a los centros ordinarios de medios y profesionales es fundamental para que al menos los alumnos con menos patologías que los de su hijo puedan integrarse en esos entornos. Aun así, entiende que esos niños puedan sentirse más funcionales en un colegio de educación especial al ayudar a otros compañeros con una afección más grave. «Como sociedad no estamos integrados, y si lo estuviéramos, no mirarían a mi hijo como lo miran», explica mientras sonríe.