La serie Patria, estrenada por HBO el pasado lunes, ha vuelto a poner en el candelero el sufrimiento que atravesaron las víctimas de ETA. La banda terrorista se cobró la vida de doce murcianos desde el asesinato de sargento de la Guardia Civil Jerónimo Vera en 1974 hasta el del capitán de fragata Domingo Olivo en 1993. Este año también se cumplían treinta del último atentado que tuvo como escenario la Región: el perpetrado contra la casa cuartel de la Guardia Civil de Cartagena, afortunadamente sin víctimas mortales.

No obstante, el rastro de sangre y dolor tocó de cerca a muchas familias que perdieron a sus familiares o que sufrieron las amenazas y extorsiones del terrorismo etarra. Al igual que Bittori, la protagonista de la novela de Fernando Aramburu, a Isabel Regaliza le tocó ser víctima, por un lado, del cruel asesinato de su marido, y por otro, del rechazo de una sociedad vasca que la acogió cuando emigró con su familia a Basauri y que la repudió cuando se casó con un Policía Nacional. El marido de Bittori, Txato, falleció tiroteado y Juan Pedro con una bomba lapa. Los dos métodos de ejecución preferidos de la banda. No obstante, Txato tuvo antes que atravesar el calvario de verse extorsionado por sus verdugos. A él le exigían cumplir con el pago del «impuesto revolucionario», a Abelardo Martínez ni siquiera eso. Él fue objetivo de un operativo de ETA durante al menos dos años en que su expediente, con sus datos más íntimos, circuló por los zulos etarras para después lanzarse a amenazarle de muerte por teléfono y telégrafo a él y a su familia.

"Murió sin saber que ya habían aprobado su traslado a Murcia"

En el 31º aniversario del atentado que acabó con la vida del agente Juan Pedro González Manzano, su viuda, Isabel Regaliza, cuenta a La Opinión cómo padeció ser la esposa de un Policía Nacional en el Bilbao de los 'años de plomo' y cómo ETA marcó su vida en adelante

Isabel Regaliza se casó con Juan Pedro González Manzano, agente de la Policía Nacional, en Churra en 1985 tras dos años de noviazgo. Ambos vivían en Basauri (Vizcaya), donde González estaba destinado desde que salió de la Academia. Ella, originaria de Becerril de Campos (Palencia), trabajaba también de dependienta en una zapatería de la localidad vizcaína, a la que se mudó con tan solo siete años, donde conoció al «hombre de su vida» y tuvieron a su hija. Juan Pedro esperaba ansioso la carta que certificara su traslado a Murcia tras once años de servicio en Bilbao donde pertenecía al grupo de motos y ejercía de escolta para el delegado del Gobierno en Vizcaya. En 1989 había pasado los meses de junio y julio junto a su familia en El Puntal. Volvieron a Basauri con la seguridad de que el traslado estaba cerca, por lo que ya habían previsto comprar un piso en Molina de Segura. En ese lapso entre agosto y septiembre, González estuvo de adjunto en el control de la frontera hispanofrancesa en Irún.

Isabel recuerda esos años con mucha dureza dada la intensidad de la actividad terrorista: «Apenas podíamos salir a la calle. Solo íbamos a casas de vecinos o de compañeros de mi marido. No podía decir a nadie que era esposa de un Policía». En todos los ámbitos Regaliza experimentaba la marginación de haberse casado con quien amaba: «En la zapatería mientras era soltera todo iba bien, cuando me casé me hicieron la vida imposible. La dueña era familia del terrorista 'Argala'. Mi jefa me mandaba a ordenar el altillo cuando venían porque les molestaba verme. Cuando cogí la baja maternal, mi sustituta me dijo que mi jefa haría lo posible para echarme». En su propio edificio, los vecinos con quien llevaba conviviendo desde la infancia también recelaban de su presencia: «Mi madre limpiaba las escaleras y el portal para sacar dinero. Muchas veces le ayudaba. Un día en el portal escuché a mi vecina de rellano quejarse de que 'estaba el portal lleno de mierda', y dijo: 'Normal, mujer de un policía tenía que ser'». «Ni siquiera podía tender la ropa de mi marido en mi casa porque el balcón daba a la calle, tenía que subir a casa de mi madre, porque daba el tendedero a unas fábricas», recuerda. El único remanso de paz en este clima de tensión lo encontraban en sus periódicas escapadas a la Tierra de Campos palentina: «Allí mi marido era libre, todo el pueblo le conocía, le encantaba salir a pasear».

Una situación dificilmente soportable hasta que llegó el fatídico día: «Estaba en casa de mi cuñada. Fui con unos hilos para que me arreglara una chaqueta para mi hija. En el telediario apareció la noticia de un atentado en Irún. Solo me bastó oír la matrícula. Salí disparada al cuartel». En el coche de González, un grupo de tres terroristas del comando Bizkaia habían puesto una bomba lapa con la intención de detonarla dentro del cuartel de Basauri. El artefacto falló y estuvo dos días adosado a los bajos del asiento del piloto, finalmente detonó de manera accidental cuando Juan Pedro se encontraba en Irún. La explosión resultó fatal y el terror se cobró una nueva víctima, el décimo de los doce murcianos asesinados por ETA. Su muerte a los 33 años dejó viuda a Isabel con tan solo 28 años, privó de la compañía de su padre a una niña de 18 meses y truncó el sueño de una familia, el de volver a Murcia. «Le dijeron que estaría en Bilbao solo dos o tres años, al final cumplió once años de servicio».

«Mis hermanos se enteraron pronto y acudieron rápidamente al cuartel a darme el pésame». El cuerpo sin vida de Juan Pedro llegó más tarde al hospital de Basurto, «necesitaba verlo y darle un beso en la cara», cuenta. El gobierno les ofreció un funeral en la sede del Gobierno civil de Bilbao con la asistencia de las autoridades. Isabel se negó y exigió que su marido fuera trasladado a casa de sus padres, en El Puntal: «No quería que fueran a hacerse la foto». Allí tuvo lugar el velatorio y fue inhumado en el cementerio de Espinardo. «No nos lo esperabamos ni él tampoco se lo imaginaba. Cuando había algún atentado venía fatal a casa, pero no me decía nada. Esos días dejaba el coche en el cuartel e iba al trabajo en moto. Cuando lo hacía le preguntaba el porqué a un vecino, también policía, y me contestaba: «Eso es porque ha habido alguna movida». Juan Pedro falleció «después de que notificaran su traslado a Murcia, se fue sin saberlo», lamenta Isabel.

Los días siguientes a la muerte de Juan Pedro tuvo que sufrir de nuevo la impasibilidad de sus vecinos: «Apenas cuatro vinieron a darme el pésame. Ni siquiera se dignaron a decirle nada a mi madre, que todavía continuaba viviendo allí. La pobre lo pasaba fatal». Las secuelas para Isabel fueron igualmente severas: «Era demasiado joven». Una vez pisó Murcia para enterrar a su marido, permaneció allí hasta 1997, en los que no reunió el valor para volver a Bilbao, un lugar lleno de nefastos recuerdos para ella: «Venía mi familia a visitarme. Los psicólogos me decían que debía volver a Bilbao para estar con ellos, pero no podía».

Tras siete años, volvió por primera vez: «Entrar por la puerta de mi antigua casa se me hacía durísimo, veía todavía a mi marido salir del portal al trabajo». El entonces delegado del Gobierno en Murcia, Jose Eguiagaray, quien había conocido en persona a González, le ofreció un puesto de trabajo: «Todavía continúp esperándolo». El Gobierno regional tampoco le ha prestado ayuda: «Me denegaron la ayuda a las víctimas del terrorismo por no estar empadronada en Murcia, cuando mi marido era murciano», asegura.

Actualmente reside en Málaga, donde vive junto a una de sus hermanas y continúa requiriendo de atención psicológica. Los asesinos de Juan Pedro fueron sentenciados en 1993, una de las autoras del atentado, Inmaculada Pacho, salió en libertad tras 22 años en prisión por la derogación de la doctrina Parot en 2013: «Mi hermana me mandó un cartel del ongi etorri que le organizaron a su vuelta a Bilbao. El Señor fue capaz de perdonar pero si la tuviera delante me gustaría preguntarle qué daño le hizo mi marido».

"Mi expediente estaba en el zulo de Ortega Lara"

Su posición al cargo de la sección de prisiones de la Unión Sindical Obrera le valió multitud de amenazas de ETA

«Vamos a matar a su marido y a sus hijos, ¡viva ETA!», ese fue el terrible mensaje que recibió la esposa de Abelardo Martínez, funcionario en la prisión de Sangonera a las 11 de la noche del 14 de octubre de 1996. La primera llamada de muchas que llegarían a su casa entre 1996 y 1998. El motivo: ser secretario general de la Unión Sindical Obrera en la sección de prisiones. Como liberado sindical, realizaba visitas periódicas a multitud de cárceles de España, entre ellas, Herrera de la Mancha (Ciudad Real). En aquel penal se encontraban las mayor parte de los presos de ETA: «Allí coincidí con algunos de los miembros más conocidos de la banda como 'La Tigresa' o Iñaki de Juana Chaos», relata Martínez. Un trato habitual con los terroristas presos del que el funcionario, ya jubilado, no guarda buen recuerdo: «Nos tenían tanto aprecio como nosotros les teníamos a ellos, es decir, ninguno. Apenas se acercaban hablar contigo si no era para presentar escritos y quejas. Recuerdo una vez que hablé con uno de coches. Me dijo: 'tienes un R-12 de color verde'. El que me quedé verde fui yo. Le contesté que estaba muy viejo y le pregunté qué coche me recomendaba comprar».

Aquellos años marcaron la vida de Abelardo desde que fue señalado por primera vez: «Nos reunieron en la sede de USO en Madrid, habíamos salido en el diario Egin». Sus datos circularon asimismo por multitud de zulos en Euskadi, en Benidorm e incluso en algunos de los más inesperados: «Encontraron mi expediente en el zulo de Ortega Lara». En él venían detallados «el nombre de mi mujer y mis hijos, las matrículas de mis coches y la dirección de mi casa», recuerda.

El Ministerio del Interior trató de ayudar a Abelardo a encontrar seguridad cuando su vida corría más peligro: «Me dieron una nueva matrícula para mi coche y el de mi mujer. También me dieron un artilugio que consistía de un palo y un espejo con el que vigilaba que no me pusieran ninguna bomba lapa debajo del coche. Llegué a utilizarlo incluso dentro de mi garaje». También consintió que la Policía le 'pinchara' el móvil: «Una de las últimas veces que me llamaron intenté alargar la conversación para que les pillaran».