No es lo mismo un buen hombre que un hombre bueno. El primero no le hace daño a nadie, el otro ayuda a todo el mundo. Josep Martínez Polo era de los segundos.

Te traje a la UCAM hace muchos años, por pura casualidad cuando Arturo Merayo me preguntó si conocía a alguien para una asignatura que estaba disponible. Aún no te conocía demasiado pero ya tenía la intuición de que eras una buena persona, un gran profesional y un futuro docente ejemplar, así que no lo dudé y te recomendé.

Y poco a poco te volcaste con tu nueva profesión, primero la de profesor y luego también la de investigador. Era muy fácil guiarte porque todo lo afrontabas con el entusiasmo y la humildad de un niño pequeño. Lo que no sabíamos en la Facultad es que con esa actitud eras tú el que nos estabas enseñando a nosotros, y no al revés.

Y a juzgar por los miles (literalmente) de comentarios que estoy leyendo en internet, parece que a tus alumnos y amigos también les enganchó ese entusiasmo y esas ganas de ayudar en cualquier momento. Te dabas a los demás simplemente escuchando de verdad, porque nada se agradece más que sentirse escuchado.

No se lo he dicho a Trini todavía, pero estoy leyendo las redes sociales para recopilar algunos de esos comentarios. Quiero dárselos un día a Marina, Pau y Jordi, para que los lean cuando les apetezca.

Para que sepan lo que la gente pensaba de su padre y, sobre todo, para que los lean cuando tengan dudas sobre si conviene ser buena persona en la vida, porque todos tenemos esas dudas en algún momento de rabia o frustración. Eras un apasionado de los retos, como ducharte con agua fría en invierno o correr maratones (dos completados), y no porque fueras un coleccionista de hitos para contribución de tu ego.

De hecho, eres lo menos narcisista que he conocido. Era por el amor al sacrificio y al esfuerzo diario, y a la satisfacción de poder decir luego en tu Bullet Journal: «¡He sido capaz!».

Le arreglabas el día a cualquiera que pudiese compartir un café o un paseo contigo. Así que la putada que me has hecho a mí, que tomábamos un café diario, te la puedes imaginar, pero te perdono, que para eso estamos los amigos. Preguntabas siempre a los demás «¿qué tal tu gente?», pero no en ese modo automático que a veces se nos escapa, deseando que la respuesta sea un «bien» escueto y protocolario. Tú lo preguntabas para escuchar y para conocer, porque querías saber realmente qué tal estaban los demás.

No te pedí permiso y no te lo dije, pero creo que te había elegido como hermano mayor. Ante cualquier problema, el momento de mayor clarividencia me venía si me preguntaba «¿qué haría Josep en este caso?». Y la solución me caía como del cielo. Y si me lo permites, te voy a seguir hablando en presente, porque que no estés aquí no significa que no estés en otro sitio. En el lugar donde se juntan todos los hombres buenos. DEP.