Esta mañana he abierto el viejo atlas de mi geografía sentimental. Antes me he puesto los guantes azules que te dejan sin tacto. Un dedo sobre el hueco de Aute y el otro sobre la ausencia de José María Galiana. Dos agujeros que no tienen arreglo. Un siete sin apaño posible, que no se puede zurcir, por mucho que enhebres el hilo de los recuerdos. Que el pensamiento es estar siempre de paso por una confitería de Lorca, donde deberían lucir como nunca las teticas de monja, en honor a quienes esta madrugada tenían una cruz roja en la puerta y su nombre debajo.

Allá van los dos, uno desde Manila y el otro desde Murcia, con las guitarras agarradas por el mástil, dispuestos a formar parte del bulevar de los sueños rotos, a la derecha, según se va al cielo. El viejo mapamundi está en el sitio de los abrazos cautivos, esperando la oportunidad de que un día no lejano pisemos la calle nuevamente y podamos contar a nuestros muertos y llorarlos como se merecen.

No eran las cuatro y diez de la madrugada, pero casi, cuando José María nos dejaba para siempre un poco más solos y mucho más tristes. El día que lo conocí, vi a un tipo radiante y lleno de proyectos. Estaba con mi suegro, amigo del alma, de periódico, de libros y de películas. Eran dos peliculeros casi adolescentes que reían, cantaban, bebían y fumaban al mismo tiempo. Y como te incluían enseguida en la manada, se pasaban las horas sin necesidad de otra cosa que atender, escucharlos y compartir los comentarios, asentimientos y risas que aportaba Mercedes, la eterna compañera del cantautor.

El mismo Galiana que una madrugada (tampoco a las cuatro y diez) apareció por la casa de García Martínez con la maqueta de su mejor disco, un extraordinario compendio del talento de la Región de Murcia. José María Galiana lo había grabado con los músicos de Serrat, gracias a su amistad con el de Campodrón. Un disco inolvidable, con arreglos de Ricardo Miralles y la voz en primer plano de un artista que cuando cantaba te hacía sentir los colores de la emoción.

Y no hace mucho tiempo, cada vez que nos encontrábamos con Mercedes y Galiana, cogidos del brazo por las calles de Murcia, sabíamos que se esforzaba por recordarnos y nos pasábamos un rato hablando de que enseguida nos íbamos a juntar para cantar canciones de esas que hablan de amor, de caballos del vino y de sardinas que arden en las noches de primavera. Y una tarde apareció por la tele con una bolsa de plástico llena de cintas de cassette, porque tenía empeño en que le digitalizara sus canciones. Así lo hicimos. Y José María Galiana venía cada dos días para ver si ya estaba hecho el trabajo. A veces entraba en la redacción y salíamos a su encuentro. Siempre era un placer verlo, aunque pareciera un náufrago al principio. Pero luego me miraba sonriendo y yo le daba otra copia, porque le hubiera dado cada día una nueva, con tal de verlo.

Ayer de nada nos sirve. Las cicatrices no ayudan a andar. José María Galiana forma parte de mi geografía sentimental. Sé que estará ahí, sentado sobre una silla de cantautor, en la soledad del escenario del Teatro Romea, dejando que su voz de plata siga tejiendo los sueños de quienes lo recordamos como un hombre bueno, ligero de equipaje, como los hijos de la mar.