Los conventos de clausura de las Agustinas, las Clarisas y las Anas son una isla de recogimiento y paz dentro de la ajetreada vida de Murcia, pero sus religiosas, que viven un confinamiento voluntario y animan a la introspección, comparten en los últimos días el «encierro» con la inmensa mayoría de la población: «Se nota el silencio inmenso».

La conversación telefónica entre un periodista confinado obligatoriamente y la clarisa Guadalupe, 21 años haciendo vida de clausura, comienza con un trasiego en el teléfono entre las seis monjas del convento de las Claras, entre ellas Inés, que cuenta que cumple 90 años ese día como si no fuera con ella la cosa. Finalmente, Guadalupe recoge el auricular, uno de los pocos medios de contacto con el resto del mundo, y manifiesta entender el «sufrimiento y la angustia» que vive la población ante la crisis por el coronavirus, pero defiende su modo de vida como el camino para llegar a uno mismo: «Lo esencial lo tienes dentro», apostilla.

«A veces, oigo a la gente decir 'pobrecitas, aquí encerradas', pero... ¿quién está realmente encerrado?», se pregunta la monja antes de apelar a las personas que tienen que estar en casa confinadas a que aprovechen este momento y «dejen de encerrarse en egoísmos que no nos dejan vernos a nosotros mismos».

«(El confinamiento) puede venir bien para adentrarnos en nosotros mismos», ahonda Guadalupe antes de lamentar que el coronavirus también ha trastocado su rutina diaria, puesto que, a diferencia de los monjes de clausura, ellas ya no pueden recibir la Eucaristía porque ningún sacerdote puede entrar en el convento.

«Nos falta el Señor en ese momento, pero está de diferente manera y está llamando a todos a disfrutarlo de otra forma», ha explicado la clarisa, quien ha detallado que su vida gira en torno a la liturgia y a las tareas de limpieza y mantenimiento del convento, además de ayudar en su higiene personal y en la alimentación a las monjas de avanzada edad.

Las clarisas solo están obligadas a romper la clausura cuando sacan la basura al contenedor y realizan la compra, eso sí, con mascarillas y guantes y poniendo el hábito que han utilizado en el exterior en el cesto de la ropa sucia al volver de la calle.

La monja clarisa sabe que la situación entre ellas y la población confinada es «totalmente diferente», porque ellas han elegido voluntariamente el recogimiento y «entregarse al Señor», e insiste en que rezan mucho por el resto de los ciudadanos, acostumbrados a «ir de aquí para allá». Ellas notan los efectos: eñ cierre del museo de Santa Clara a las visitas, pero, sobre todo, la disminución del ruido y los sonidos que llegan extramuros de la capital de la Región: «Se nota el silencio inmenso».