La pareja lleva botas de agua hasta la rodilla, y, como ambos ya tienen más de 60 años, ofrecen una estampa rara, como de campesinos rusos de la época zarista en un campo de patatas.

Él está usando un cepillo de esparto de mango largo con el que empuja el agua espesa, casi barro sólido, hacia la puerta de la entrada de su casa. Ella va detrás, y lleva una fregona con la que intenta recoger todo el líquido posible, y lo hace con la certeza de que tendrá que darle a aquello al menos cuatro o cinco pasadas para dejarlo presentable. Esta vez el agua también ha entrado en la casa, como en las dos riadas anteriores, pero ha sido menor el desastre porque estaban preparados, y Juan, el hombre, pudo colocar unos ladrillos en la entrada antes de que la riada llegase a su punto máximo.

Mientras limpian su casa en una calle de Los Alcázares donde han vivido siempre, y tratan de quitar el barro de la parte de acera donde suelen situar unas mecedoras en verano para tomar el fresco, al atardecer, están escuchando la radio, una emisora regional que suelen tener siempre conectada, «para saber qué pasa en nuestra tierra». Justo en el momento en el que ella se va a volcar el cubo a la calle, en la radio se están emitiendo declaraciones de unos políticos que dicen no sé qué sobre «el gobierno socialcomunista que tenemos y que no quiere arreglar lo de las inundaciones y las riadas». La mujer -se llama María, había olvidado escribirlo - entra en la casa de nuevo, oye las últimas palabras del hombre en la radio y le pregunta a su marido: «¿Qué dicen?, ¿Quiénes son estos?» «No sé, no estaba escuchando», responde Juan y, con una bayeta, trata de quitar el barro adherido a las patas de la consola de la entrada. «¿Pero por qué no quiere el Gobierno arreglar esto? Oye, ¿y tú sabías que estos son comunistas?», pregunta ella, alarmada. «A ver si se van a poner a quemar iglesias en vez de arreglar lo de la rambla?», añade.

En la radio, las declaraciones siguen, pero ahora son de otros: «La culpa de todo la tiene la agricultura salvaje y la construcción más salvaje todavía», se oye una voz que afirma con mucha contundencia: «Son responsables los que llevan gobernando más de 20 años y han permitido este desastre», sigue largando el de la radio. «Ostras, a lo mejor tiene razón, María, ¿tú te acuerdas de cuando se podía vivir en este pueblo, tan ricamente, y, si llovía, pues que no pasaba nada, e incluso daba gusto oír las gotas sobre el tejado metidos en la cama, muy junticos, eh, nena?» Y le acaricia una nalga con la mano bastante húmeda y con barro. «Ay, quita, tonto, que me manchas», dice ella con cara de gusto.

Casi sin interrupción, aparece otra voz en la radio que dice con mucho convencimiento: «Como los otros, los malos, clausuraron todos los pozos ilegales del Campo de Cartagena, ahora el acuífero está que se sale y por eso el agua no cuela». María pregunta, interesada: «¿Será verdad que cerrar los pozos ilegales era malo, Juan?» «¿Estos son los que dicen que también hay miles de hectáreas de cultivos ilegales, y que hasta ahora no se habían dado cuenta, o son los otros?», pregunta ella, acordándose de que su hija, que vive más en la periferia del pueblo, se queja de que un día le va a entrar un tractor por la ventana del cuarto de baño, ya que los campos de cultivos le llegan a la puerta y, cuando echan el abono, se tiene que venir a dormir a casa de sus padres porque la peste es insoportable.

«No lo sé, María. Es que como ellos son así, que cada monico se lame su pijico, pues no sé ya ni quién tiene razón, ni quién nos va arreglar esto, que sería lo importante. Es que ni se dan cuenta de que lo que tienen que hacer es sentarse todos y ver qué hace cada uno para que podamos vivir medianamente tranquilos en este pueblo».

«El uno por el otro, la casa sin barrer», dice María que se asoma a la puerta del pequeño garaje de la casa, mira abajo de la rampa y grita: «¡Marco Antonio, ¿cómo va eso?!» «Bien, mamá, la bomba, de momento, chupa», se oye una voz que viene desde el fondo.