Hay que reconocer que las disquisiciones entre el Gobierno de López Miras, Cs y Vox tienen un efecto rejuvenecedor, porque muchas cosas vuelven a parecerse a lo que vivimos en los tiempos anteriores al 'Sálvame', cuando las vecinas espiaban detrás de las rendijas de las persianas para recabar material con el que alimentar las tertulias de la hora de la costura. A veces incluso salían de su escondrijo y te abordaban en plena calle para preguntarte: «Nena, tú, ¿de quién eres hija?».

Si estabas bien educada debías contestar, porque cualquier adulto tenía reconocida una autoridad que ya quieran ahora los profesores e incluso los padres. Sabías que estabas vigilada en cualquier parte y que nada de lo que pudieras hacer escaba al control de los grupos de vecinas al igual que ahora es imposible escapar a las redes sociales.

La polémica sobre el 'pin parental' me ha hecho recordar también mi instituto femenino. El Saavedra Fajardo, que era solo de chicas, fue construido justo frente al Floridablanca, que era masculino. Como la zona del Infante estaba todavía casi despoblada, a los alumnos de ambos centros nos dejaban salir a la calle a la hora del recreo, porque entonces no había tantos peligros de los que proteger a los menores.

Hasta que un día se cerró la puerta y las chicas ya no pudimos salir del recinto. Nadie explicó a qué obedecía aquella decisión, pero nos lo imaginamos cuando empezamos a ver enternecedoras escenas de parejas tratando de hacer manitas (así se decía entonces) a través de la alambrada que rodeaba el jardín.

Eran los últimos años del franquismo y todo estaba en ebullición. Los nuevo y lo viejo convivían sin estridencias. Teníamos profesoras procedentes de la Sección Femenina que nos daban las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional, a la que llamábamos 'Política', aunque no había ni partidos, y Labores de Hogar. Y, además de instruirnos para ser buenas amas de casa, eran las únicas que nos hacían rezar al llegar a clase.

Pero podíamos pasar de aprender a quitar las manchas de un mantel o de hacer el patrón para una camisa de bebé a escuchar hablar de niñas con complejo de Electra enamoradas de sus padres y de otros traumas sexuales, porque un año tuvimos a una profesora de Filosofía que se pasó el curso contándonos las teorías de Freud y de las corrientes de la Psiquiatría que consideraban el sexo como el principal motor del comportamiento.

Aquellas charlas sobre lo divino y lo humano nos abrieron los ojos a un pensamiento desconocido que habría escandalizado a cualquier padre, si alguno hubiera sabido lo que aprendíamos. Fue la primera persona a la que oí hablar de El segundo sexo, la obra de Simone de Beauvoir que aún sigue siendo una guía para el feminismo. Cuando cobré mi primer sueldo me compré aquel libro, que leí con bastante decepción, porque las cosas habían cambiado mucho para entonces.

También recuerdo a la última profesora de 'Política,' que llegaba a suspenderte si en los exámenes no atinabas con la definición exacta de los conceptos que nos obligaba a aprendernos. Sin embargo, cuando se murió Franco y llegaron las primeras elecciones democráticas, fue ella la encargada de explicarnos el reparto de poderes del Estado y la Ley D'Hont, que ahora nos resulta tan familiar. La transformación que experimentó aquella mujer también fue para mí una gran lección, porque comprendí que la historia es inexorable y funciona como una apisonadora, pero hay personas camaleónicas que siempre sobreviven a los cambios.

Si los padres se creen que pueden ponerle puertas al campo con un 'pin parental' que les permita controlar el conocimiento de sus hijos sobre los debates de contenido sexual o ideológico, están muy equivocados. Otra cosa es que la apuesta de los gobiernos del PP por la enseñanza concertada les esté dando la posibilidad de elegir una educación a la carta desconectada de los principios de la democracia.

Creen que son ellos los que deben elegir lo que sus retoños pueden escuchar, cuando son los alumnos los que tienen derecho a recibir a una educación que les garantice el futuro y una formación que les haga personas fuertes, capaces de hacer valer sus derechos y de saber respetar a los demás, por muy radicales que puedan ser sus progenitores. El Estado debe garantizarles que ese derecho, porque en caso contrario todos saldremos perdiendo.