Un piloto del panel repleto de clavijas se iluminaba y acto seguido sonaba la frase más repetida en aquel salón ocupado exclusivamente por mujeres: «¿Qué población desea?». Charo Cánovas, Esperanza Romero, Loli Plazas y Margarita Alhambra de Orduña son incapaces de contar las veces que han pronunciado esas palabras que les han acompañado durante los cerca de cuarenta años que han pasado como telefonistas en la antigua central de Telefónica que se ubicaba en la calle de la Frenería, en el centro de la capital murciana. Era lo primero que debían decir cuando entraba la llamada de un abonado. Después, manejando los cables con rapidez, ponían en contacto al cliente con la persona que respondía al número de teléfono que les indicaban. Una vez establecida la conferencia, ponían en marcha el reloj que mide el tiempo de la llamada, para después anotarlo en un ticket.

A sus ochenta años de edad, estas cuatro murcianas recuerdan a la perfección este ritual que repetían durante su etapa como telefonistas, una profesión que se ha popularizado desde el 2017, cuando Netflix estrenó su primera producción española, Las chicas del cable, que el pasado verano estrenó su cuarta temporada. La serie narra la vida de cuatro jóvenes que, en los años 20, empiezan a trabajar como telefonistas en una empresa de telecomunicaciones en Madrid. Las verdaderas chicas del cable murcianas han oído hablar de la ficción protagonizada por Blanca Suárez, aunque no la han visto. Al oir el argumento de la misma, responden que ellas no han sido reivindicativas y que no estaban familiarizadas con el feminismo, uno de los temas centrales de la serie. Sí que reconocen haber sido mujeres valientes, ya que en el periodo en el que ellas accedieron al puesto (1950-1960) no estaba normalizada la incorporación de la mujer al mundo laboral. «Eran tiempos difíciles, la posguerra, y había que trabajar», recuerda Esperanza.

«No sentíamos desigualdad, nadie se ha sobrepasado ni metido con ninguna», coinciden. «Sí que es verdad que cuando entrábamos a la sala de trabajo los compañeros se asomaban por las escaleras para vernos subir», señala Margarita. «Eran chiquilladas», apunta Loli entre risas. Y es que a su lugar de trabajo no podía acceder ningún hombre, solo los mecánicos cuando había alguna avería y la vigilante los autorizaba.

Recuerdan que la disciplina marcaba la rutina en la central y era casi militar. Unos minutos antes de su hora de entrada, se cambiaban para ponerse su uniforme azul. Una sucesión de timbres les avisaba de que debían prepararse y, poco después, entrar en la sala. Sin tacones y sin pulseras-estaban prohibidos- se dirigían en fila a sus posiciones en el cuadro de conexiones para sustituir a las compañeras, que también salían en formación. Prestaban servicio las 24 horas del día en cualquier momento del año, por lo que «tenías que esperar a que llegara tu relevo para irte», cuenta Esperanza, quien añade que «si tenías que ir al servicio debías avisar a la vigilanta para que alguien te cubriera». A ello se sumaban las observadoras, un grupo de mujeres que paseaban detrás suya para comprobar si desarrollaban bien sus funciones y se dirigían correctamente a los abonados.

Pero esa presión merecía la pena por el sueldo, «muy bueno», por las condiciones, y por el trato entre las trabajadoras. En ese aspecto sí que coinciden con lo que muestra Las chicas del cable. «Hemos sido muy compañeras entre nosotras, nos hemos ayudado en todo lo que hemos podido», asegura Charo. En accidentes de familiares, hijos con fiebre, problemas de última hora... Ante cualquier imprevisto siempre había otra que se ofreciera a hacer su turno. Su relación se consolidaba en las salas de descanso, donde, mientras estaban fuera de turno, podían relajarse. En ellas tenían revistas, libros y tomaban un almuezo sin coste para ellas. En Nochebuena y Nochevieja, rememoran, la compañía «traía cena muy buena de El Corte Inglés» y se la tomaban de dos en dos, «nunca se podía quedar el cuadro solo». «En los centros más pequeños como los de Murcia era todo muy familiar», apunta Loli, quien llegó mediante un traslado desde la central de Barcelona, donde «todo era aún más disciplinado».

El lado más amargo

Las buenas condiciones atraían a numerosas mujeres que querían lanzarse al mundo laboral como telefonistas, pero conseguirlo no era una tarea fácil. Además de cumplir los requisitos (tener entre 18 y 27 años, ser capaz de separar los brazos 1,55 metros o mostrar un certificado de buena conducta), las candidatas se enfrentaban a una serie de pruebas que no todas superaban y a un cursillo de formación de seis meses de duración. «Aprender el oficio era difícil, costaba trabajo memorizar todo: los prefijos, las claves...», explica Loli.

El esfuerzo para conseguir el puesto tenía su recompensa, pero no todo era de color de rosa: «hemos tenido ventajas pero también desventajas », recalca Margarita. Las cuatro vivieron situaciones complicadas. Recuerdan el 23F, el incendio de la refinería de Escombreras en 1969 y la riada que asoló a Lorca y Puerto Lumbreras en 1973 como los momentos «más duros» de su vida laboral. Durante el golpe de Estado de Tejero pasaron «mucho miedo» y no las dejaron salir de las oficinas solas, mientras que durante las tragedias que sufrieron los municipios de la Región el trabajo fue «muy intenso» y tuvieron que doblar turno ante las numerosas llamadas. También recibieron varias amenazas de bomba por las que llegaron a desalojarlas, aunque nunca pasó nada.

Además, vivieron «veranos muy malos». En las instalaciones se pasaba mucho calor y varias empleadas sufrieron desmayos. «Llegó a un punto en el que ya sabíamos perfectamente cómo actuar ante un desmayo», cuenta Charo.

El fin de un oficio

Con el paso del tiempo la profesión de telefonista, en activo en España desde finales del siglo XIX, evolucionó hasta la automatización y llegó a su desaparición a finales de los 80. «Nos pilló con 50 años o así y tuvimos que aprender a manejar los ordenadores, trabajamos como descosidas», afirma Esperanza. «Fue todo un revuelo», añade Loli. Todas ellas fueron reubicadas en otros departamentos de la empresa hasta que se jubilaron entre 1995 y 1996.

Más de una década después, Charo, Esperanza, Loli y Margarita mantienen la amistad que forjaron entre cables y luces. Como socias del Centro de Mayores de San Miguel, siguen viéndose casi a diario.