Ese Mar Menor que se han cargado es el lugar donde, en invierno, se vive de cine, como han descubierto los miles de extranjeros que han comprado una casa cerca de sus orillas y a los que ves de pantalón corto, en diciembre, haciéndose fotos en los paseos marítimos de los pueblos de la ribera y mandándoselas a sus primos de Londres, de Berlín, incluso de Oslo, que flipan embutidos en tremendos anoraks, allá, en sus lluviosos lugares de nacimiento, soñando, hasta ahora, con la posibilidad de también pasar su jubilación en el paraíso, junto a la mayor laguna salada de Europa.

Y ocurre lo mismo con nosotros los españoles que nos vamos a pasar fines de semana a Los Alcázares, a Los Urrutias, a La Manga, etc. Solo los que han vivido esa experiencia saben lo que es, en los primeros días del año, despertarse en una casa junto al Mar Menor, subir las persianas y que el sol inunde la habitación mientras tú miras un cielo azul cegador. Son 'las calmas de enero', como las llamamos por aquí, y el mar se ha visto siempre, hasta ahora, azul turquesa, tranquilo, como una enorme bañera, con sus gaviotas, sus flamencos, las grullas y tantas otras aves que pasan el invierno allí.

A veces, en Los Urrutias o en San Pedro del Pinatar, hemos ido a ver los barcos de pesca llegar por la mañana de recoger las redes. Nunca lo que obtienen en una jornada es algo que pueda considerarse 'industrial', ni tampoco los barcos de los pescadores que faenan solo en el Mar Menor son muy grandes. La mayoría traen unas cuantas cajas con doradas, algunas lubinas, unos pocos salmonetes, un par de lenguados€ En la época de los langostinos, antiguamente, pescar un kilo de ellos ya era sacar un dinero. Los últimos años, esos deliciosos langostinos han proliferado y se pescan más kilos, aunque, claro, se pagan mucho más baratos. Lo que quiero decir es que no creo que ninguno de los 150 pescadores que faenan en el Mar Menor sea millonarios, sino que van sacando para ganarse la vida y mantener a sus familias, sin mucho más.

Y, ciertamente que las cosas han mejorado para ellos. Hubo épocas, felizmente pasadas, en las que la comercialización del pescado del Mar Menor era complicada, y que más de un pescador se bajaba de su barca por la mañana, ponía la caja con la pesca en la parte de atrás de su bicicleta o su moto, y se dirigía hacia los pequeños pueblos del Campo de Cartagena a vender el pescado, o incluso a cambiarlo por patatas, pimientos o cebollas, con los que levantar el puchero familiar cada día. Y sé esto porque me lo ha contado algún viejo del lugar.

A mí me enseñó a navegar a vela un vecino amigo. Cada tarde salíamos en su viejo barco de madera y él me lo dejaba y me iba indicando qué hacer cuando soplaba cada viento: el Levante, el Lebeche, el Mistral y el Jaloque. Normalmente, salíamos, le dábamos la vuelta a la isla del Barón o a la Perdiguera, y volvíamos a la playa. Aprendí el momento para bajar o subir la orza, cómo ceñir contra el viento, cómo empopar el barco abriendo la vela hacia un lado y el foque hacia el otro. Pocas cosas hay más agradables que navegar con el viento en la popa, deslizándote sobre las olas. Es como si te estuvieran meciendo. Asimismo, yo enseñé a mis hijos a navegar, allí, en el Mar Menor, como tantos otros padres.

Y ya está. He querido escribir esto hoy porque creo que es lo que muchos estamos pensando estos días, recordando estos días, soñando estos días. El dolor que sentimos al ver el desastre es tan grande que por dolernos nos duele hasta el aliento. Y no será porque no lo llevamos denunciando desde hace años: «Que os lo cargáis, que lo estáis destrozando, que lo vais a asesinar», pero, nada, no nos han hecho caso. Y ahí lo tienen: muerto, el pobre.