Nacido en la ciudad de Murcia, licenciado en la Universidad de Murcia, con su despacho en la Avenida Lope de Vega, junto a Ronda Sur. Reflexivo, lacónico, algo solitario. Padre de dos hijos. Su profesión es vocacional: refulgen los ojos cuando habla de los casos que ha llevado y devora los sumarios. Descomprime saliendo a correr cada mañana, al rayar el alba, «cada zancada me hace sentirme en paz conmigo mismo», leyendo biografías y saliendo con su novia. Su vida es austera y disciplinada. Los sucesos no le han hecho perder un cierto optimismo antropológico: «El mundo está lleno de gente buena; incluso entre quienes han cometido algún delito cruel hay buena gente». Su personaje de referencia es Jesucristo; «me fascina su vida, sea un ser divino o no». Su filosofía: «La vida es sufrimiento y lucha; uno tiene que quererse mucho y saber gestionar las emociones para afrontarlas»; eso, me señala, sí me gustaría que lo pusieras. «En la vida hay que tener un rumbo muy definido; si lo pierdes, más vale que hayas echado migas de pan para regresar»; (eso lo pongo porque me gusta, aunque no me lo pida).

¿De verdad creía que su defendido en el caso de los holandeses, Constantin Stan, era inocente?

En líneas generales, yo no confiaba demasiado en su inocencia. Esa es la verdad. Cuando ya se aproximaba la celebración del juicio, hubo varios intentos de llegar a un acuerdo entre los abogados defensores y las acusaciones a cambio de que los acusados reconocieran los hechos y vieran rebajadas sus penas, pero Stan siempre lo rechazó. Yo no acababa de entenderlo, porque le pedían nada menos que cincuenta años de prisión y el riesgo de condena era muy alto. Los últimos intentos de alcanzar un acuerdo fueron el mismo día del juicio. Pero él no quería. En un intento ya in extremis, le pedimos al magistrado-presidente que permitiera a los tres acusados reunirse en un mismo calabozo, pues estaban separados en tres celdas distintas en los sótanos de la Ciudad de la Justicia. De ese modo, juntos y sin testigos, ellos podrían hablar tranquilamente y podrían tomar una decisión. Al final, Juan Cuenca y Valentin Ion sí aceptaron conformarse, pero Constantin se mantuvo en sus trece. Y he de decir que fue en ese momento cuando por primera vez sentí que podría estar equivocándome con él y que su versión de que él estuvo en todo momento en la planta superior de la Casa Colorá y sin participar en los asesinatos, quizá era más cierta de lo que yo creía. Entonces recuerdo que le estreché fuertemente la mano y le dije con convicción: «Tranquilo. Ahora te subirán a la Sala y yo voy a defenderte con todas mis fuerzas».

Hasta ese momento tenía dudas acerca de la inocencia de su defendido.

Sí, las tenía. Por un lado, estaban los indicios, que eran de peso, y me hacían verle claramente culpable. Pero también es cierto que había algunas circunstancias que me hacían reflexionar. Al principio, yo defendía a los dos rumanos, a Constantin y a Valentin Ion. Valentin parecía tener una especie de deuda moral con su amigo y pensaba más en Stan que en su propia defensa. Todo eso me hacía dudar y llegar a pensar que tal vez Constantin, cuando vino aquella mañana de Valencia a la Casa Colorá, ignoraba la reunión que se iba a hacer allí, quiénes iban a asistir, y, por supuesto, la tragedia que luego se desencadenó.

Aun así, me costaba convencerme de que Stan se había mantenido ajeno a todo. Pero, ya digo, cuando presencié en aquel calabozo de la Ciudad de la Justicia su obstinación por jugarse los cincuenta años de prisión a cara o cruz, la verdad es que me hizo recapacitar. Y cuando empezó la vista oral, yo ya me sentía defendiendo a un inocente, aunque casi todos creyeran que era un asesino de libro.

La absolución de Constantin constituye un gran éxito profesional.

Sí, obviamente, sí. Pero en esta profesión las alegrías duran lo que duran. Enseguida estás otra vez liado con otro problema de alguien. Pero aquel momento fue realmente emotivo. Cuando el jurado declaró su no culpabilidad por el doble asesinato, Stan se puso a dar gracias al cielo, gesticulando con las manos hacia arriba. Yo le abracé en ese momento. Ambos habíamos sufrido mucho y sentí por dentro una enorme satisfacción, aunque enseguida me contuve. Entonces reparé en la reacción de los familiares de las víctimas. No vi un mal gesto, pese a que estaban -y siguen estando, supongo- convencidos de la culpabilidad de esta persona, pero mantuvieron la compostura en todo momento. La madre de Ingrid Visser ha visitado posteriormente la Región y siempre se ha mostrado serena dentro del enorme dolor que le acompañará de por vida. Es admirable.

Yo tengo la sensación de que no conocemos toda la verdad en el caso Visser.

Pienso igual. Falta un elemento fundamental: el móvil. No conocemos un móvil real para tamaña atrocidad. Que detrás de todo había un trasfondo económico es evidente. Pero yo creo que tuvo que haber algo de más gravedad. En cualquier caso, yo nunca pregunté a los rumanos más allá de lo que me era estrictamente necesario para su defensa. Y debo decir que en una ocasión llegaron a ofrecerme mucho dinero para que contase a una determinada persona, bastante conocida -dicho sea de paso-, toda la verdad de lo que pasó y me negué. Primero, porque nunca quise saber más de lo necesario para hacer mi trabajo. Y segundo, porque, aunque la hubiera conocido, yo no me habría metido nunca en ese peligroso jardín, ni por todo el oro del mundo.

Constantin no era una persona fácil.

No. Es un tipo de mucho temperamento, pocas palabras y trato difícil. Sus dificultades con el español tampoco ayudaban mucho a entendernos. Creo que él pensaba que su defensa era fácil y que no debía estar preso preventivo. No entendía que las cosas no eran tan sencillas y que había unos indicios muy relevantes en su contra, los cuales, ya hasta el juicio oral yo no iba a poder tratar de quitárselos de encima, como luego sucedió. Además de esos indicios, tampoco reparaba en que había un juicio paralelo en los medios de comunicación, que prácticamente ya lo habían condenado, lo que añadía más dificultad a su defensa. Para colmo, una mañana tuvo la feliz idea de sacarle la lengua a los periodistas gráficos cuando llegaba conducido en un coche policial a declarar al juzgado de instrucción, demostrando ser un pésimo blanqueador de su propia imagen. Así que, con esos mimbres, no era precisamente fácil su defensa, por mucho que él lo creyera.

Respecto de ese gesto de sacar la lengua, puedo contar una anécdota. En la vista oral sobre el asesinato de Salvador Fernández Ciller, el párroco del barrio de El Carmen, donde se juzgó a una pareja de rumanos, mi defendida, Ramona, que hasta ese momento se había confesado única autora del crimen, cambió radicalmente de versión y afirmó que al anciano lo había matado su pareja, Marius Neacsu, y que ella le ayudó a hacerlo, pero por miedo a sus constantes amenazas. Ramona contestó con total coherencia a todas las preguntas y fue verdaderamente convincente para el jurado.

Lo de Marius, en cambio, fue un auténtico despropósito. Mientras Ramona le iba echando encima todo lo que podía y más, él se dedicaba a sacarle la lengua a los reporteros que le fotografiaban en la sala. La fotografía apareció al día siguiente en las portadas de la prensa regional. Estando acusado de haber matado a golpes con un martillo de enlosador a aquel anciano, él no tenía empacho alguno en regalarle un gesto así a los medios de comunicación, cuando en un juicio con jurado popular pasan este tipo de cosas -aunque no lo parezca- a veces pueden tener su relevancia. Pero es que ya, para arreglarlo, cuando le llegó su turno de palabra, en vez de negar la versión de Ramona con la ayuda de su abogado, tuvo la ocurrencia de acogerse a su derecho a no declarar. Dejó a su letrado totalmente desarmado. Aún recuerdo el gesto de sorpresa y de impotencia de mi compañero ante esa reacción tan incoherente de su cliente. Este tipo se condenó en menos de diez minutos. A Ramona le estimaron una eximente incompleta de haber obrado por miedo insuperable y le rebajaron bastante la pena. Y él fue considerado el autor material del asesinato y le pusieron casi la pena máxima.

La vida privada del párroco no parecía acorde con su voto de castidad; sin embargo, aquello no tuvo un papel relevante en el juicio.

La víctima era homosexual y no mantenía el celibato; en el sumario había evidencias abundantes de todo ello, pero a lo largo de la vista oral, ninguno de los intervinientes quisimos ahondar en ese aspecto y respetamos la memoria del difunto. Como es fácil de entender, la Diócesis estaría bastante preocupada aquellos días por lo que pudiera salir a la luz en el plenario. Pero, ya digo, se pasó de puntillas sobre este punto porque no aportaba demasiado al esclarecimiento de los hechos, y en cambio sí podía manchar gravemente la reputación de este sacerdote y de la institución en general. Un cura, ya retirado, amigo de mi madre, le dijo que ellos estaban muy agradecidos al tratamiento tan cuidadoso que se le había dado a ese tema durante esos días.

¿Qué otro caso le ha impactado personalmente?

Los homicidios o asesinatos siempre te conmueven especialmente. Es pérdida de una vida humana y a veces en circunstancias muy dramáticas. El llamado 'Crimen del Funerario', por supuesto, me impactó mucho, porque es que, además de esa cuchillada tremenda que recibió, a plena luz del día, que prácticamente le atravesó el pecho, yo tenía una buena relación con él.

También estremecía ver el cuerpo cosido a puñaladas de una empresaria china, con negocios en Cartagena, asesinada por su pareja cuando estaba agachada en su alcoba, tratando de ponerse una media.

¿Y algún caso fuera de los homicidios?

Alguna agresión sexual también me ha impactado especialmente. Recuerdo el caso de una muchacha que fue doblemente violada una noche en el paraje de La Azacaya, aquí en Murcia. Estaba embarazada y permanecía junto a su pareja en el interior de un coche en un descampado manteniendo relaciones sexuales. De repente dos individuos armados con cuchillos rompieron el cristal delantero izquierdo con una enorme piedra, y los sacaron del vehículo, y entonces ambos la violaron, teniendo siempre uno de ellos inmovilizado al novio. Yo defendía a uno de estos dos individuos. Por cierto, cuando iba a declarar en la vista oral, se levantó y se sacó de un lado de su boca un trozo de cuchilla, diciendo que se iba a matar, pero no lo hizo. Cuando comencé el interrogatorio de la chica, ella rompió a llorar. Le pedí que comprendiera que, aunque era consciente de su trauma, yo debía hacerle unas preguntas sobre los hechos, porque estaba defendiendo a aquel sujeto que tantísimo daño le había hecho, pero que tenía derecho a una defensa como cualquier persona. Un tiempo después nos encontramos en la calle y charlamos distendidamente de aquello. No me dirigió ni una sola palabra de reproche. Ella entendió perfectamente cuál era mi trabajo.

La situación fue la inversa en el caso del asesinato de José María Lifante, 'El Cartagena', donde defendí a un acusado del que estaba convencido que no había cometido el crimen. Recuerdo la desesperación que tenía en mi despacho aquel cliente, que era el primer y único sospechoso para los investigadores de la Guardia Civil. 'El Cartagena' había sido golpeado brutalmente con la barra de unas pesas y con una llave inglesa, en su propio taller de Barinas (Abanilla), hasta quitarle la vida. Cuando el cliente fue por primera vez a verme, mientras comentábamos el caso, él estaba totalmente descompuesto y con la voz temblorosa, y sujetaba en todo momento las manos de su madre y de su novia. Los investigadores le imputaban el delito de asesinato porque una huella suya se encontró en el lugar de los hechos. Yo vi desde el primer momento que aquel muchacho era incapaz de matar una mosca. Aquella tarde, su madre me regaló una estampa de San Francisco descendiendo a Jesús de la Cruz, y yo la coloqué en mi estantería. Le dije que nos traería suerte. A los ocho o nueve meses apareció el verdadero autor del crimen confesándose culpable.