La magistrada española Silva de La Puerta, miembro del Tribunal de Justicia de la UE (El País, 21 de octubre, p. 12), acaba de adoptar una resolución de la que no había precedente alguno. Ha resuelto impedir al Gobierno de Polonia un ajuste de la composición de su Tribunal Supremo en términos bolivarianos, anulando las designaciones efectuadas en tal sentido y ordenando reponer a los cesados.

Pues bien, tampoco hay precedente sobre lo que, al parecer, pretende el Tribunal Supremo español, que no es sino reconsiderar, sin que medie recurso alguno ni error material, una sentencia notificada a las partes y de la que se había dado máxima publicidad y había ocasionado pérdidas superiores a los cinco mil millones de euros en Bolsa y la expectativa jubilosa y más que razonable de los consumidores afectados de recuperar unos ocho mil millones de euros, injustamente pagados.

La ley nº V del Código de Hammurabi (Siglo XVIII a. de C.) establecía que si un juez instruía un caso, dictaba sentencia y extendía veredicto sellado, pero luego modificaba su sentencia, al juez, probado que modificó la sentencia, se le condenaba a pagar 12 veces la cuantía del procedimiento y, además, en pública asamblea, lo expulsaban de la sede judicial de modo irrevocable y nunca más podía volver a sentarse con jueces en un proceso. Es decir, ya en el S. XVIII a. de C., los Jueces eran responsables por los desmanes que cometieran. Muchos siglos después, y en sentido plenamente coincidente, se expresa el artículo 267 de la Ley Orgánica del Poder Judicial: «Los tribunales no podrán variar las resoluciones que pronuncien después de firmadas, pero sí aclarar algún concepto oscuro y rectificar cualquier error material de que adolezcan». Esto, al parecer, no ha convertido a los magistrados del Tribunal Supremo en el juez responsable que sí era en época de Hammurabi.

En resumen: llevamos treinta y nueve siglos seguidos recordándole a los jueces que una vez fallado un asunto no cabe rectificar la sentencia si no es mediante el reglamentado proceso de recursos, y que hacerlo supone prevaricar por cuanto se dicta una resolución injusta, apartada clamorosa y groseramente de la ley.

Y lo que a lo largo de tanto tiempo subyace tras esa prohibición no es otra cosa que: 1º, la necesidad de que los jueces reflexionen durante el tiempo que necesiten, pero que, una vez dictada la sentencia, quedan tan obligados a ella como los destinatarios de la misma; y, 2º, evitar caprichosas veleidades en función del estado de ánimo del momento o de cualquier otra circunstancia que, mucho nos tememos, ha debido de influir en dicho ánimo.

En definitiva, si ya Aristóteles decía en su célebre aforismo que «el hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras», esto resulta más aplicable aún, si cabe, para los jueces y tribunales.

Al Supremo, al parecer, le da igual. Pues no llevan ellos siglos instalados en la arbitrariedad como para que un artículo de una ley les vaya a impedir hacer lo que les venga en gana. Aunque lo diga la Constitución, por encima de la cual tiene dicho ellos que están.

Llevan más de un año en prisión los golpistas catalanes por rebelarse contra la Constitución y derogarla de facto, pero nadie ha recordado que la primera institución que atentó frontalmente contra la Constitución y se negó a acatarla fue la Sala Segunda del Tribunal Supremo, cuando el Tribunal Constitucional dictó la sentencia 63/2005 y el Supremo contestó que no la pensaban cumplir y que, por el camino, se iban a llevar por delante la jerarquía normativa, dando preeminencia a una ley ordinaria - Código Civil -sobre una orgánica, LOPJ-, y como la ratita del cuento, tal y como lo pensaron lo hicieron y ahí siguen, apoltronados. Y no nos debe sorprender esta actitud en un Estado que, aun autodenominándose «de Derecho» en su norma «fundamental», uno de cuyos poderes, precisamente el único a cuyo ejercicio se accede por oposición, se siente por encima de la Constitución y de cualquier otra norma, incluso supranacional, que se le pretenda imponer. Recordará el lector cómo, el entonces ministro de Justicia, quien debería ser el máximo garante de todos estos principios básicos, ya anunciaba, cuando se esperaba el fallo de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al hilo de todo lo ocurrido en relación con la denominada ´doctrina Parot´, que en caso de que la gran Sala diera razón a los demandantes contra España, echarían mano de «la ingeniería jurídica» - ya sabemos a qué nos condujo la ingeniería financiera-, para evitar que los etarras salieran a la calle. Y lo cierto es que, eso que el propio ministro de Justicia denominaba en aquellos momentos «ingeniería jurídica», tiene nombre y apellidos en el Código Penal, concretamente en el art. 404 del mismo, que define el delito de prevaricación, y eso por no citar el art. 530 del mismo texto, por tratarse meramente de Derecho Penal simbólico, sin ninguna pretensión de efectividad.

Y a nadie se le escapa que ese sentimiento de frustración, rabia o indignación que se pudiera sentir al pensar que los que tantas muertes habían provocado, asesinos no arrepentidos, pudieran salir a la calle tras unos -para muchos, escasos- años de prisión, era plenamente compartido por todos. Pero eso no puede nunca, so pena de renunciar a esa calificación de «Estado de Derecho», justificar una voluntaria y consciente vulneración de los pilares fundamentales de un Estado que se autodenomine así.

Pero lo verdaderamente peligroso de tal anuncio, además de que pudiera cundir, como ha cundido el ejemplo de hacer, en unas ocasiones «ingeniería» y en otras, meras «chapuzas» (como es el caso), de forma que, una vez generalizada dicha forma de proceder, llegáramos hasta la situación en la que ahora nos encontramos, en la que ya ni siquiera se amparan en el hecho de que los destinatarios de la misma pudieran ser viles asesinos, sino, precisamente, víctimas que fueron entonces, y ahora han sido otra vez, pisoteados por la bota de los poderes fácticos cuya ingeniería financiera nos condujo a la crisis de 2008. En esta ocasión, ni la motivación es compartida ya por nadie que no sean los cuatro beneficiados de siempre.

Retomando lo que al inicio decíamos de la magistrada Silva de La Puerta, es de temer que la UE, una vez tenga conocimiento de lo que pretende hacer el Tribunal Supremo, que es conducta prohibida por la Convención Europea de Derechos Humanos y por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York -reconsiderar lo ya fallado, firmado y notificado-, tome cartas en el asunto y, o bien nos expulse del civilizado club al que pertenecemos, o nos imponga el sometimiento del Tribunal Supremo a la ley. Claro que, con un Tribunal que el 18 de julio de 2006 dijo que sus Acuerdos de Pleno No Jurisdiccional eran vinculantes, autoatribuyéndose potestad legislativa, del mismo modo en que incumplieron la STC 63/2005, pueden ahora incumplir también lo que la UE les ordene, y dar lugar con ello a que nos echen del club sin que podamos nosotros negar la razón que les asistiría en tal caso para echarnos.

No pudimos en su día sospechar que el certificado de defunción que emitió el Sr. Guerra sobre Montesquieu y su invento de la separación de poderes se iba a confirmar, treinta años después, en un ambiente en que los independentistas catalanes exigen al Ejecutivo, que ya pretende controlar al legislativo, que maneje a la Fiscalía para torcer la voluntad de los Tribunales de Justicia. Y que en medio de ese rifirrafe, se iba a echar al ruedo el Tribunal Supremo al grito de «dejadme zolo».

No sabemos a estas alturas si el Tribunal Supremo verdaderamente se atreverá a rectificar lo ya fallado y, más importante, podrá contener a las organizaciones de consumidores y usuarios que, sin duda, incendiarán las calles, las redes sociales y los medios de comunicación, si después de tener al alcance el estricto cumplimiento de la ley en cuanto al pago de unos impuestos, descubren que ha bastado la presión de los ingenieros de las finanzas para que les arrebaten sus derechos otra vez. Razón, desde luego, no les faltaría.

Como profesores de Derecho, estamos sumidos en la más absoluta confusión. Deberíamos suspender nuestras clases hasta que el Tribunal Supremo se decida por aplicar la ley, en cuyo caso podríamos retomar la enseñanza del viejo y buen Derecho que nos enseñaron; pero si el Tribunal Supremo opta por ignorar uno de los más básicos principios del orden jurídico, como es la intangibilidad de las resoluciones -Res Iudicata, o Cosa Juzgada-, deberíamos replantearnos el abandono de nuestra vocación docente y su reconversión en alguna otra materia menos comprometida y menos maleable, como el corte y confección, arte folclórico, etc, dicho sea todo ello con todos nuestros respetos hacia dichas disciplinas, precisamente por su acreditada seriedad.