Rosalía Rodríguez, que regenta una barbería situada en la calle San Antón de Murcia, pertenece a una saga familiar de profesionales de la peluquería masculina que inició su abuelo en la pedanía moratallera de Benizar. Su padre, Pedro Rodríguez, y su tía Rosa continuaron la tradición familiar, que mantienen viva ella y su hermano Juan. Este último está al frente del establecimiento de la calle Floridablanca en el que ella se inició antes de ponerse al frente de su propia peluquería para hombres.

Los dos hermanos habían nacido en Palma de Mallorca, la ciudad a la que había emigrado su padre de joven para abrirse camino, pero la familia quería regresar a la Región para vivir lo más cerca posible de Benizar y volvieron hace 21 años. Su vinculación con esta población del Noroeste es tan fuerte, que el pasado mes de diciembre, al llegar el puente de la Constitución, Rosalía bajó la persiana y colocó un cartel informando de su paradero: «Estoy en las fiestas de mi pueblo». Admite que la iniciativa llamó la atención en el barrio, pero sostiene que para ella era natural explicar por qué cerraba.

Rosalía, que había crecido escuchando el repiqueteo de las tijeras, estaba predestinada a ser barbera, aunque antes había trabajado de dependienta. «Cuando mi hermano necesitó ayuda, recordó que mi padre había enseñado a empleados que después se marchaban y abrían una peluquería enfrente», por lo que se decidió a incorporarse a la empresa.

Cuenta que los inicios fueron duros, porque algunos hombres se negaban a que ella les cortara el pelo. «Al principio lo pasé muy mal. Hay gente muy educada y gente sin ninguna educación, que con la peluquería llena me decía: ´Tú a mí no me coges´. He llorado mucho cuando un cliente se negaba a que le cortara el pelo. En ese momento me sentía mal por mí y por los que esperaban su turno. A veces se levantaba otro cliente en ese momento y me decía que él prefería que lo atendiera yo».

A pesar de estas dificultades, siempre se planteó: «Yo puedo con esto». Ahora, su problema es que algunos llegan esperando que ella sepa exactamente cómo quieren que los peine. «El problema es que no siempre me acuerdo».

Reconoce que cuando su hermano y ella decidieron abrir el salón de la calle San Antón sintió vértigo, porque tenía que asumir muchos gastos y no tenía garantizados los ingresos, aunque reconoce que la experiencia ha sido positiva y en dos años y medio ha conseguido una clientela fiel, que le ha permitido cubrir los gastos.

Su afición a la lectura le ayudó a superar la inquietud de los primeros meses, cuando los hombres entraban con cuentagotas y pasaba largas horas esperando que se abriera la puerta. Sus propios parroquianos empezaron a encargarse de suministrarle lectura. «Hay clientes que de vez en cuando o una vez al mes me traen los libros que a ellos les han gustado», explicaba, con lo que ha convertido su negocio en una especie de tertulia literaria, en la que se intercambian títulos y opiniones sobre las obras compartidas.

«Algunos vienen a veces solo para leer el periódico, aunque no necesiten que les corte el pelo ni les afeite. Me piden permiso y se sientan un rato». Otros acostumbran a contarle sus problemas personales y sus conflictos familiares mientras los atiende. «Yo les escucho, pero muchas veces no sé qué aconsejarles», se lamenta.