«Es una vergüenza reconocer que tu hijo te pega. Te preguntas qué has hecho mal. Te echas la culpa de lo que pasa».

Es la actitud que, al principio, presentan la mayoría de personas que son víctimas de la violencia que ejercer sobre ellas sus propios hijos, apuntan fuentes cercanas a la Fiscalía de Menores. Para estos adultos, el paso de denunciar lo que les está pasando supone «un fracaso», ya que «pones a tu hijo a los pies de los caballos y «estás admitiendo, ante el mundo, que tienes un problema».

«Qué he hecho mal». Es la pregunta recurrente que se hacen estos adultos. «Querrían darles un susto, un escarmiento, evitar que vaya a mayores, pero nadie quiere ver a su hijo en la cárcel o en un centro», agregan las fuentes.

El conflicto va más allá desde el momento en que algunas víctimas «asumen que se lo merecen», que algo malo habrán hecho ellos, en el proceso de crianza, para tener un monstruo en casa. «Es mi hija y algo habré hecho mal yo», llegó a decir una señora en la Fiscalía. «Se ocultan la mayoría de los casos, como hace años se ocultaba la violencia contra la mujer».

Desde la Fiscalía de Menores, emplazada en las dependencias de la Ciudad de la Justicia de Murcia, tienen claro que «cada caso de violencia doméstica es un drama». El régimen de internamiento cerrado es la medida más restrictiva y severa que se le puede aplicar a un menor de edad. Sería el equivalente de una prisión, aunque todos los internos tienen entre 14 y 17 años de edad.

Hay que estudiar cada caso y ofrecer unos recursos que se ofrecen desde servicios sociales porque, según la Asociación Raíces (que ofrece atención y orientación en los casos de violencia filio-paternal), no son pocos los casos en los que coincide que los hijos que maltratan a sus padres «hayan sido maltratados por compañeros de clase o familiares o tengan diagnosticada una hiperactividad, por ejemplo».

Para los casos de violencia en el seno de la familia que se dan en la Región está el centro Los Pinos. Se trata de una casa ubicada en Altorreal, en Molina de Segura, con 12 plazas para adolescentes. Una especie de campamento, pero para aprender a educarse y lograr el fin último: la reinserción plena, en el hogar y en la sociedad, del menor en cuestión. Los menores condenados viven con otros chicos que están procesados del mismo delito. Con ellos, educadores y psicólogos, que tratan de orientarles para que, en última instancia, regresen a sus hogares.