El año ha sido generoso en sangre en la Región. Otro año más, se ha matado en Murcia. Y no poco. Ha corrido la sangre en Molina, en Águilas, en Cartagena, en Totana, en Espinardo. Ha resonado el trueno de los disparos, se ha atisbado el fulgor de las cuchillas, se ha sentido el eco sordo de los golpes mal dados. Muertes por celos, muertes por rabia, por ajustar cuentas, por el vil metal. Pero la historia más tenebrosa de este 2017 no solo se nutre de muertes; hubo estafadores y trágicos accidentes. Peleas de gallos hubo. Y clanes familiares. ¡Hasta la mafia calabresa! Y todo esto no ha sucedido en las calles deprimidas de Detroit ni en favelas de Brasil. Ha sucedido aquí, junto a su casa y la mía. Un poco de miedo sí que da.

El año no empezó con buen pie. Febrero bañaba de escarcha el campo cartagenero y fue allí donde apareció el cadáver de un hombre en una finca. Se trataba de un ciudadano lituano de eso que se dice ‘mediana edad’. En derredor se extendía una explosión de belleza natural en forma de almendros en flor. Todo un espectáculo de vida y de muerte, de belleza y de horror.

Y aún no llevábamos dos meses de año cuando asistimos a lo que se ha dado en llamar, de manera un tanto novelesca, el crimen del garaje. Un individuo aguardó en un garaje del barrio cartagenero de José María La Puerta hasta que apareció su objetivo. Cuando apareció el coche, encañonó a los ocupantes y disparó. El hombre murió, la mujer no. Deudas por cosa de la droga. Nada nuevo bajo el sol. Eso fue el domingo, y ese mismo fin de semana se había visto a verdugo y víctima juntos de farra. Cómo están las cabezas.

Los fríos de marzo no aplacaban los ardores pistoleros. Unos encapuchados abrieron fuego en el rellano de un portal del centro de Alcantarilla. Cosa de droga. Poco después, en abril, un vecino de Puerto Lumbreras le reventó la cabeza a perdigonazos a un lugareño en plena calle.

La desgracia se cernió en Molina de Segura en un mayo alegre y cálido. Beatriz trabajaba en el centro de Astrade, en Molina de Segura, atendiendo a personas con autismo y trastornos similares. Tenía 31 años y un hijo que era la luz de su vida. Beatriz era alegre, era guapa, era vivaz. Uno de sus compañeros de trabajo, casado, con 48 años, vivía en Beniel. Lo preparó todo una madrugada en la que sabía que Beatriz andaba de guardia. Acudió, la mató con un cuchillo de caza y se colgó. Los agentes que acudieron al lugar de los hechos cuentan que se ensañó con el cuerpo de la joven molinense. El padre de Beatriz, un hombre culto y vivido, lanzó un tuit estremecedor en pleno shock: «Mi hija, 30 años y 1 hijo, ha sido asesinada esta noche en el trabajo. Ya puedo morirme».

Fue también en mayo y fue también en Molina cuando un cuchillo traicionero cercenó la vida de un buen hombre. Juan Carlos Maya, archenero de 46 años, aguardaba en la sala de espera del hospital molinense a que acabaran de intervenir a su hijo. Lo acompañaban su mujer y su otro hijo. Entonces se montó una trifulca. Unas chavalas comenzaron a pegarse. Juan Carlos intentó mediar. Y apareció el Guacho. Y le hundió un cuchillo en el pecho. Quince centímetros de hoja en canal. Resulta que una de las chicas de la refriega era la hermana del Guacho. Cuando Ramón, el Guacho, era conducido a declarar en los juzgados, medio centenar de allegados tuvieron el cuajo de aplaudirle y jalearlo. Como si fuera un héroe. Para héroe, Juan Carlos. Lo dijo la jueza en un auto: su conducta había sido propia de «un superhéroe de cómic».

«Me he cargado a un hombre, que venga la Policía». Es lo que dijo Juan López, 'el del campo', después de matar a Manuel Leal, su vecino de la huerta en La Ribera de Molina (Molina de Segura). Cuando llegó la Policia, Juan se entregó y entregó también el arma del crimen, una escopeta. A continuación, guio a los investigadores al lugar donde estaba el cuerpo.

Rosa María, una veinteañera en la flor de la vida, flor a quien un malnacido cortó el tallo de cuajo. Unos amigos la alertaron de que su expareja andaba por Cartagena. ¿A qué había venido desde su ciudad, desde la lejana Málaga? Había venido a reconquistarla. Pero acabó matándola. Rosa acudió, acompañada de su padre, al cuartel de la Guardia Civil y lo denunció. Era muchos meses ya de acoso y matraca. Cuando regresó a casa, en el barrio de Canteras, él la esperaba en su habitación, cuchillo en mano. Había comprado una escalera y con ella se había encaramado al dormitorio de la joven. Era septiembre y arrancaba el curso escolar. Rosa había comenzado, ilusionada, un ciclo en el instituto de la Urbanización Mediterráneo, un ciclo que habría de conducirla al ejercicio de su vocación docente. Rosa no tendrá ya la oportunidad de enseñar nada a ningún niño, porque Adrián, un desalmado que no ha dado muestras de arrepentimiento, decidió que no tenía derecho a seguir viviendo.

Era agosto y la canícula arreciaba. Arreciaban también las presiones de Pedro a Catalina para que retomaran la relación. Catalina le tenía miedo. No se había atrevido a denunciar por temor a la reacción de él. En julio le había pedido ayuda a la Guardia Civil ante las incómodas llamadas de su ex, pero sin interponer denuncia. Catalina era una mujer, madre de 3 hijos, de 48 años, de Totana; Pedro, conocido como ‘el Pirri’, un mazarronero de 50. Los cuerpos de ambos aparecieron en el coche de él, en un camino de tierra junto al polígono industrial de Totana. Pedro le pegó un tiro a ella y acto seguido se lo pegó él. Una vez más, la pregunta maldita: ¿por qué no lo hacen en el orden inverso?

Daba agosto los últimos coletazos cuando un hombre fue asaltado en su casa, en Zarandona, y cuenta, con prosa propia de realismo mágico, cómo la bala «me pasó junto a la vértebra, me tocó una costilla, rozó un pulmón, y se me quedó bajo el sobaco».

Los compañeros de piso no siempre están bien avenidos. Pero de ahí a liarse a tiros hay un trecho. Pues un hombre le pegó un tiro a su compañero de piso en Espinardo. Fue el autor del disparo, de 58 años, quien llamó al 112. La víctima tenía 70 años. Si fue disparo accidental o con toda la intención es lo que queda por ver. El hombre, eso parece seguro, muerto se queda.

La sangre ha chorreado por las calles en Murcia. Literalmente. Los vecinos dieron el aviso a la policía cuando un chorro bermellón caía ventana abajo, deslizándose por los toldos hasta llegar al asfalto. Agosto tocaba a su fin. Sucedía en Espinardo, al que ya empiezan a llamar ‘Espinarbronx’. Los agentes se encontraron con el cadáver de Manuel Vidal, un hombre de 57 años, en estado de descomposición. El hombre era dado a organizar fiestas en la casa e incluso a alquilar habitaciones a gente joven. Se detuvo a un letón que se alojó en casa de Manuel y al que pillaron por Valencia con las llaves del piso de Espinardo encima. La autopsia detectó sustancias tóxicas en el cuerpo de la víctima. El letón fue dejado en libertad con la orden de presentarse en el juzgado a los pocos días. Obviamente, no se lo ha vuelto a ver.

La A-7 se convirtió este año en el escenario de una tragedia de desgarradora magnitud. Hipólito, un totanero de 38 años, estampó su tráiler contra la cola de vehículos detenidos en la calzada por una retención. Resultado: cinco muertos. Entre ellos, dos muchachas adolescentes. Hipólito dio positivo por cocaína. Pero parece que nadie escarmienta en cabeza ajena. En un control realizado en noviembre, la Guardia Civil interceptó al volante a diecinueve camioneros que habían consumido cocaína o cannabis. Diecinueve ‘cazados’ en la Región en solo veinticuatro horas.

Corría marzo, día de San José, cuando Isabel Ruiz, 71 años, una vida dedicada a la feria, fue hallada muerta en su casa de San Pedro del Pinatar. «La he matao», dijo a sus compañeros de farra Ismael. Ismael había sido novio de una nieta de Isabel, relación de la que nació un niño. Ismael, alias ‘el rico’, andaba aquella madrugada con mucho alcohol y mucha cocaína en el cuerpo y pocas ganas de dar la fiesta por acabada. Así que se le ocurrió financiar el resto del fin de semana con lo que pudiera rapiñar en casa de la pobre mujer. Acabó asfixiándola con un cojín.

Las peleas de gallos pueden sonar a antiguo o a la Sudamérica profunda, pero fue en abril y en Sangonera la Verde cuando se celebraba tan atávico espectáculo. Irrumpieron unos individuos y se liaron a tiros. Luego supimos que era cosa de faldas. Y que había cocaína de por medio. El célebre clan cartagenero de ‘los toreros’ desempeñaba un papel protagonista. Un cóctel explosivo.

Otro clan cartagenero, el de ‘los Gasolinas’, reclamó su presencia en las páginas que se escriben con tinta roja. Abrieron fuego a bocajarro sobre los miembros de ‘los Salgueros’, un clan de Alicante. La discusión versaba sobre con quién debía quedarse un niño fruto de la relación cruzada entre miembros de los clanes. Sucedió en noviembre.

También en noviembre se desmanteló una curiosa banda. No atracaban bancos ni joyerías. No eran descuideros ni se habían especializado en el timo de la estampita. Lo suyo eran las conservas. Concretamente, las etiquetas de las conservas. El negocio estaba en hacerse con la mercancía que no se había vendido y reetiquetar las latas, alargando la fecha de caducidad. A veces, hasta en diez años. Se les iba la mano.

Y fue también en noviembre que un chaval entraba al cuartel de Guardia Civil de Lorca. Había acudido para entregarse. Era él quien había apuñalado a un hombre y a su hijo en Águilas. El hombre murió, el hijo se salvó.

En Águilas fue donde a mitad de año se produjo un tiroteo de esos de película, con encapuchados apareciendo de la oscuridad y descargando cargadores sobre un coche. Con tiro de gracia en la cabeza incluido. Resultó ser un capo de la mafia calabresa.

Ya enfilando la recta final de este macabro año, unos intrusos propinaron tal paliza a los moradores de una casa de La Albatalía que dejaron malherido al hombre y la mujer acabaría falleciendo unos días más tarde. Mexicano él, cubana ella. Se aplica aquí la célebre coletilla: la Policía no descarta ninguna hipótesis.

Y lo peor es que el año no ha acabado. Cierren las puertas. Agarren bien carteras y bolsos. Cuiden su espalda.