Los jóvenes sí que leen. Por supuesto que leen. Es más, son ellos -los chicos y chicas de entre 14 y 34 años- quienes levantan las estadísticas lectoras de nuestro país, asegura quien monopoliza esta líneas. «Siempre tenemos esa percepción; pero ha sido así desde los tiempos de Aristóteles. ´Los jóvenes no leen´. Pensamos que el apocalipsis choni se acerca y que vamos a morir todos, pero creo que nos estamos equivocando», asevera. Y su palabra no es la de un cualquiera. Habla con conocimiento de causa, desde la experiencia que le otorgan trece años al frente del Premio Mandarache; un proyecto, un «gigante», que hoy día le deja poco tiempo para otras cosas y que le obliga a estar casi 365 días al año en contacto con aquellos que forman la estructura organizativa de este certamen literario, entre ellos, su joven jurado.

Alberto Soler (Cartagena, 1980) tiene dificultades para explicar cómo se ve a sí mismo dentro de todo este entramado de profesores, bibliotecarios y orientadores que hacen posible un premio que es referencia y ejemplo a nivel nacional, aunque sin perder la localidad con la que nació. «No sé lo que soy. Me veo como el responsable, soy el técnico asignado del programa y llevo aquí desde que el Mandarache empezó a andar. Tengo toda mi vida ligada a este proyecto y, de una manera muy superficial, quizá diría que soy al que le ha tocado darle a los pedales», admite a regañadientes. Y es que pese al puesto -de suma relevancia- que le ha tocado ostentar, Soler reconoce que normalmente intenta «dar un paso atrás»: «Todos los escritores, cuando llegan a Cartagena, son presentados por miembros del Grupo Promotor. Se trata de poner en valor la figura del mediador, que es quien realmente hace posible todo esto».

Cuando habla del Mandarache, y de ese ´Grupo Promotor´, apenas puede disimular la emoción que le invade; y es que, para él, este órgano con nombre burocrático, mercantil y diplomático es el gran logro y clave del éxito del programa. «Aunque yo haya estado permanentemente amamantándolo y dándole mi vida, el Mandarache no es mío, no es nuestro -en referencia al tándem que formó con Patricio Hernández, el ´padre´ del certamen-, pertenece al Grupo Promotor. La toma de decisiones recae sobre este órgano, una asamblea de entre 20 y 30 personas que deciden todo. Funcionan como un comité de técnicos, como un súper club de lectura que está leyendo durante todo el año.

Hay profesores de Historia, de Filosofía, de Música, incluso de Educación Física, orientadores escolares, bibliotecarios (de centro públicos y privados), animadores, técnicos de juventud... Un grupo de personas muy numeroso y muy rico a los que nadie les paga, y que lo único que reciben es una comida con los ganadores de cada año», subraya. «Hay muchos ´Mandaraches´ que no conozco como coordinador -continúa-, que son los que suceden en cada clase, en cada lectura..., y ellos son los que consiguen movilizar a 80 profesores (suscritos al programa) e involucrar a 5.000 personas cada año», explica con orgullo.

Su pasión por las letras, de las que es partícipe no solo como lector o coordinador del Mandarache -en 2014 publicó su primer poemario, Los tigres devoran poetas por amor-, le viene desde el instituto. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia y criado íntegramente en el barrio de Los Dolores de Cartagena (de Salesianos, al Instituto San Isidoro de la ciudad portuaria), debe en buena parte su afición por la lectura al ya fallecido poeta cartagenero Leopoldo Hércules de Solás, «padre, padrino, hermano del alma y mejor amigo».

«Le conocí a través de su hija menor, que sabía de mi afición por los libros. Ella nos presentó cuando yo tenía 18 o 19 años, y él fue mi prisma. Me dio todo el cariño del mundo y gracias a él empecé a escribir poesía, a participar en lecturas -en el festival Ardentisima, que coordinaba José María Alvarez- y a conocer a la gente del mundo de la cultura. Él fue el que me lanzó de cabeza a escribir. Nos llevábamos 50 años pero fuimos los mejores amigos del mundo, todos en Cartagena lo sabían. Tuvieron que cortarle las piernas y yo era quien le llevaba en silla de ruedas a todos los sitios; incluso hicimos los dos un viaje para ver las tierras de su familia en Francia» recuerda. Su poemario, de hecho, está dedicado e él, a Leopoldo, el responsable de fomentar el amor por las letras de Alberto Soler, responsable a su vez de hacer lo propio, gracias al Mandarache, con los jóvenes lectores de su ciudad natal.

Desde que se embarcara en este proyecto, su misión es hacer «más complejos» a los jóvenes de Cartagena con la ayuda de los libros; libros que les hagan pensar, que les hagan crecer intelectualmente como hombres, y no como niños. «Cuando los profesionales intentan atajar estos problemas de una forma muy paternalista, escogen libros que tienen que ver con la evasión o el entretenimiento, y eso es apostar por el entertainment, un concepto demasiado neoliberal de la cultura. Si escoges sagas de tintes ´bestselleristas´ los jovenes se acercan y los leen con mas facilidad, pero no les ofreces un escenario de crecimiento intelectual que les haga descubrir lecturas distintas, y ese el gran hito del Mandarache: enfrentarles a libros que no son de fácil resolución», igual que hizo su maestro con él cuando tan solo era un niño como los que hoy forman el jurado del Mandarache.