Fueron novios en la adolescencia, pero la vida los llevó a cada uno por un lado. Aquello sucedió en Jumilla, en los tiempos remotos en que los chicos hacían la rueda alrededor del Jardín del Rey don Pedro en sentido contrario al que paseaban las chicas, y sólo unos pocos, armándose de valor, se atrevían en alguna de las rondas a ´arrimarse´ a su respectiva preferida para, si recibía su aceptación, cambiar de sentido y caminar con ella durante el poco tiempo en que a las jóvenes de entonces se les permitía permanecer fuera de casa.

García fue uno de los osados, pues Pepita se le hacía irresistible, y aquellos tanteos iniciales, de tan frecuentes, certificaron la condición de noviazgo, y ya se sentaban en los bancos, protegidos por los baladres, para avanzar un poco, no demasiado, en una cierta intimidad, aunque también prodigaban a mediodía encuentros tan clandestinos como inocentes a la sombra de la Iglesia Vieja.

Pero el destino los separó. García se marchó a Madrid a estudiar Periodismo, y aunque regresaba a Jumilla algunos fines de semana, viajando en los vehículos de reparto de la empresa vinícola familiar, las citas con la amada eran, cuando se producían, breves y frustrantes, dado el control horario que sufrían las jovencitas de la época. «Nos veíamos de Navidad a Pascua», dice ella. La relación se iba apagando.

Pepita se echó un novio del pueblo, y él, algún tiempo después, se dejó embrujar en Madrid, en un guateque, por un rostro que le pareció exótico y una personalidad muy atractiva, una mujer que acabaría siendo su esposa y madre de sus hijos. Antes de eso, en una ocasión, todavía coincidieron en un baile en Jumilla, y mientras el novio de Pepita danzaba con una prima suya, García solicitó a su ex y la apretó al suave ritmo de Un sorbito de champán. Aquello pudo acabar como el rosario de la aurora, pero, según las crónicas, al final hubo paz, aunque aún hoy el osado bailarín todavía presume: «Lo que puedo asegurar es que acabamos la pieza».

Cada cual organizó su vida, y ambos coinciden en que con personas maravillosas de las que estuvieron plenamente enamorados. Ella enviudó en primer lugar, muy joven, pues su marido le fue arrebatado por una enfermedad al año de nacer el tercero de sus hijos, todos varones. Tenía Pepita 28 años, y era una belleza.

Durante muchos años, apenas se vieron, aunque seguía relacionándose, en Jumilla, con sus amigas de juventud, muchas familiares de García. El periodista asegura: «Tengo que reconocer que cuando alguna vez, muy ocasionalmente, la veía, me temblaban las piernas».

Tras enviudar, Pepita recibió muchas proposiciones (esto lo dice García), pero ella decidió aplicarse a sus hijos: «Mis hijos son más que mis hijos; son mis maridos, mis padres, mis hermanos, mis amigos, mi vida». Se instaló en Murcia para desayunar, comer y cenar cada día con ellos. No obstante, asegura que ahora no es una suegra incómoda: «Mis nueras son estupendas, y yo no interfiero en nada, pero mis hijos son mis hijos».

Por su parte, García también había tenido tres hijos, dos mujeres y un varón. Y un mal día, también enviudó: «Nunca habría estado con otra mujer si la mía no hubiera fallecido», asegura. Pasó el tiempo, veinte años, que se dice pronto, y la cabra tira al monte.

Empezó otra vez a rondar a Pepita, y ya a sus años de jubilado, lo hizo casi repitiendo las mismas truculencias que cuando era adolescente: se hacía el encontradizo por el entorno del trabajo de ella, auxiliar de clínica en Sanitas, en la zona del Malecón.

Un día intentó besarla en la boca en plena calle, y ella, claro, lo rechazó, pero asegura él que lo hizo con poca energía. Así que en una Semana Santa en que viajó con sus hijos a Granada, les soltó de sopetón durante una comida: «Tengo que informaros que voy a casarme con mi novia, Pepita». No les pidió permiso, sino que los informó. Por lo visto, hubo cachondeíto: «A mí mis hijos no me toman en serio», dice.

Pero de vuelta a Murcia, lo primero que hizo fue llamar a Pepita y se hizo invitar a su casa, donde se presentó con una botella de Moet Chandon camuflada en una cartera de ejecutivo, para disimular ante los vecinos, algunos de los cuales son de Jumilla. Ella lo recibió con un traje fucsia y le preparó una de sus exquisiteces gastronómicas con sabor del Altiplano. Fue coser y cantar.

Al poco, ella reunió a sus tres hijos, al principio intrigados por una convocatoria que les había sonado a solemne. Pepita les sorprendió con un anuncio: «Os he llamado para invitaros a mi boda con García Martínez». Tras unos minutos de estupefacción, la rodearon con sus brazos y le dijeron: «Aquí tienes a tres padrinos». Poco tiempo después, una de sus nietas la sorprendió, a lo pronto: «Abuela, tienes una cara especial: ¿Es que estás enamorada?». A García, su propia madre ya le había advertido antes de todo esto: «Hijo, ¿es que todavía no te has dado cuenta de que Pepita te quiere a ti más que a su vida?».

Se casaron (por la Iglesia, a petición de ella, pues el periodista que en su juventud fue un aguerrido activista de Acción Católica, hoy es ya un señor moderadamente agnóstico), y celebraron una ceremonia discreta en la Ermita de la Luz, para alegría especialmente de sus nietos.

Hoy ya llevan siete años de matrimonio, jubilados y juntos las 24 horas del día. Juntos y gozosos. «Hay problemillas alguna vez», admite García, «pero, bah, ¿quién puede pelearse a estas alturas de la vida por pequeñas gilipolleces?». Se cuidan («a esta edad», dice él, «te van apareciendo todas las peplas»), hablan de todo interminablemente, salen a cenar con amigos, al cine, al teatro («aunque ya no hay las compañías de antes», se lamenta García) y apuran cada día las mejores cosas del cáliz de la vida. Ella es una excelente cocinera y mejor jardinera, que ha hecho crecer plantas entre los riscos del alrededor de la casa. «A veces, mientras escribo mi zarabanda, Pepita coloca sobre la mesa unas flores frescas», dice García y uno ve cómo se derrite mientras lo dice.

Pepita es una mujer dulce a la que se le percibe una fuerte personalidad; él... él ya sabemos cómo es, salvo que ahora se le nota apacible, sosegado y feliz. El primer amor, ay, nunca se olvida.

La de García y Pepita es una de las tres historias de amor que te contamos. Aquí puedes leer la de Almudena y Germán y la de Almudena y Germán Crescencio y Guillermina