«Aquel día, tras haber estado durante horas ingiriendo alcohol, perdí el control y disparé contra Juan sin saber exactamente lo que hacía». Es lo que declaraba Vicente P. B. ante el tribunal que lo juzgaba por haber dado muerte, allá por 1990, a su amigo Juan Cano Lozano, en un crimen que tenía como escenario la localidad cartagenera de Cuesta Blanca.

En su alegato, Vicente no titubeó: admitió sin pegas que sí, que él era el asesino, y trató de justificar por qué había disparado al que era, paradójicamente, su amigo del alma: lo había hecho por celos. El sentimiento enfermizo que sentía hacia una mujer, de nombre Elvira, lo había empujado a apretar el gatillo. El hombre, médico de profesión, trataba así de justificar un asesinato a sangre fría: echando la culpa al arrebato amoroso incontrolable y al pecado capital de la ira.

Cuando Vicente P. B. tuvo que recorrer, flanqueado por dos guardias civiles, los pasillos de la Audiencia Provincial sabía que, al entrar en sala, se le señalaría por un delito de asesinato. El Ministerio Público solicitaba entonces para él una condena de 27 años de cárcel, mientras que la acusación particular (ejercida por Antonia G. S., viuda de la víctima) proponía elevar la pena a tres décadas entre rejas. Mientras, el procesado se dirigía a su interrogatorio. Tenía en mente lo que le iban a preguntar, y tenía (seguramente) también clara cuál era su explicación.

«Juan era muy amigo mío, pero siempre que hablábamos del tema de Elvira acabábamos mal», confesó el hombre ante el juez. Elvira había sido, trataba de argumentar, su perdición. Era la mujer con la que convivía (antes, había estado 14 años casado con una alemana, Bárbara L., que ese día también comparecería ante el tribunal, en calidad de testigo) y la sola idea de que Elvira pudiese serle infiel le atormentaba. Más aún si lo hacía (según los temores neuróticos que se tejían en la cabeza de Vicente) con uno de sus mejores amigos.

De hecho, al procesado no le tembló la voz para acusar directamente a Elvira de ser la culpable de todo. Fue él quien disparó a Juan, pero porque la mujer «cometía irregularidades que provocaron en mí los celos», dijo.

Tamaña barbaridad de corte machista tuvo que ser escuchada aquel día en la Audiencia Provincial. Vicente insistía en culpar a sus instintos y pasiones. «Todo fue una historia de amor y de celos muy larga, y hoy daría la vida por dar marcha atrás, ya que estoy arrepentido de lo que ocurrió», aseveró.

«Me pegaba»

Después de que declarase el asesino confeso llegaba el turno de los testigos. Uno de los testimonios más cruciales, el de la otra víctima de esta historia: Elvira, la mujer a la que el criminal se había empeñado en pintar como causa de que Juan estuviese muerto.

La mujer contó a la sala que solamente había convivido con Vicente durante 15 meses. Algo más de un año en el que pudo corroborar que su pareja «sentía celos de todo el mundo». Era tal la actitud machista que llegaba a recurrir a la violencia física, según confesó Elvira: «En esos momentos, incluso me pegaba», manifestó.

La mujer relató que en más de una ocasión había sugerido a Vicente que se pusiese en manos de un profesional, con el fin de que le tratase esas neurosis terribles que le hacían ver fantasmas. Pero que el hombre hizo caso omiso.

La que fuera esposa del criminal, Bárbara, también habló. Ella también echó leña al fuego y quiso poner el acento en la mujer con la que estaba Vicente en el momento del crimen. «En los últimos tiempos, yo veía a mi marido muy abatido, coincidiendo con las relaciones que mantenía con la otra mujer, de la que yo sospechaba que lo estaba engañando con otro», escupió Bárbara ante el tribunal.

Ninguna 'la otra' apretó el gatillo de aquella pistola: lo apretó un hombre que trató de justificar con un sentimiento su furor criminal.

El asesino del traje impecable y corbata elegante

Si no llevase las esposas puestas y se viese la foto fuera de contexto, cualquiera podría pensar que Vicente P. B. es un guardia civil más. Parece, incluso, el jefe de los guardias civiles que lo custodian en esta imagen, tomada en los pasillos de la Audiencia Provincial en 1990. El asesino confeso llegó a su juicio impecablemente vestido, con un traje de raya que más podría corresponder a un abogado que a un procesado.

Zapatos negros y elegantes. Que no falte la corbata. Los acusados que suelen dejarse caer por las dependencias del Palacio de Justicia no se caracterizan precisamente por un buen gusto a la hora de vestir. La moda no es prioridad de nadie cuando se trata de que empieza tu juicio.

Pero Vicente, también en su declaración, se empeñó en dejar claro que el buen gusto es para él algo importantísimo. Por ejemplo, dijo que a Juan no lo había matado por la espalda porque «considero de muy mal gusto matar a otra persona de esta forma», declaró. Esas palabras «suscitaron murmullos en la sala de vistas, que se encontraba repleta», según reflejan las crónicas de la época. El gusto exquisito, a su parecer, no le libró de verse juzgado por asesino.