Ocurrió allá por el año 1906 en la localidad murciana de Moratalla. A los amigos Pedro Antonio Martínez (alias 'Bocainfierno') y Francisco Gómez (al que llamaban 'El Tripita') les gustaba vivir bien y, sobre todo, fardar de que vivían bien. Se jactaban de que les sobraba el dinero y presumían de que las mujeres caían redondas a sus pies, pese al evidente estrabismo que padecía Francisco (sólo hay que ver su foto).

Explica José María López Ruiz en su Crónica negra del siglo XX (Editorial Libsa) que «fieles a la consigna de que el hábito hace al monje, los dos amigos frecuentaban lugares en los que difícilmente eran rechazados». De esta manera, «esa misma apariencia respetable era la que les abría muchas puertas, que, a tenor de lo ocurrido después, nunca se les deberían haber franqueado», agrega.

«Por ejemplo, en ningún momento debieron dejarles entrar en las casas de algunas ancianas solitarias y de posición económica y boyante, auténtica golosina para Pedro y Francisco», escribe en su libro López Ruiz.

Es decir, dos jóvenes a los que les gustaba poco trabajar y mucho vivir la vida. En su afán por hacerse más llano el camino, y siguiendo el rastro del dinero, «últimamente se habían hecho imprescindibles en la casa de doña Salvadora, una señora conocida en la localidad, o eso era lo que se rumoreaba, por su bien provista hacienda y su dinero», apunta López Ruiz.

Francisco y Pedro emplearon uno de los trucos más viejos del mundo para arrimarse a la mujer: la labia. Salvadora no era precisamente una anciana (solamente tenía 62 años en el momento de su muerte), pero sí era una vecina que caía mal en Moratalla, por esa reputación de usurera que la acompañaba. Es decir, que amigos precisamente no le sobraban a la señora Botía Velasco.

«Durante un tiempo, y desde que se ganaron su confianza, los dos distinguidos malhechores no dejaron de halagar a la mujer y de hacerle compañía, hasta el punto de que la pobre Salvadora echaba en falta la chispeante presencia de ambos cuando no venían», apostilla la Crónica negra del siglo XX.

El día que los dos amigos materializaron el crimen, «llegaron, como de costumbre, gastando a Salvadora alguna broma y preguntando por su delicada salud. Una salud que, al poco rato dejaría de preocuparles, a ellos y a la propia víctima, ya que, a cuatro manos, como los pianistas, apretaron el cuello de la frágil Salvadora hasta asfixiarla»,rememora el libro.

Matarla en sí no servía de nada: el asunto de quitársela de en medio era básicamente para coger su dinero. La fama de usurera precedía a la mujer, así que los dos criminales se dedicaron a remover la casa, para ver con qué daban. La vivienda la conocían perfectamente, debido a la asiduidad con la que visitaban a la ya difunta Salvadora. Al final, se hicieron con 7.000 pesetas, que hay que tener en cuenta el valor que tenían en 1906.

Ya que la mujer había muerto asfixiada, a los dos amigos no se les ocurrió otra cosa que simular un accidente con un brasero. De tal modo, la gente pensaría que Salvadora había perecido como consecuencia de un desgraciado accidente. Estamos hablando de noviembre, presumiblemente hacía un frío que pelaba, y nadie iba a investigar entonces la muerte de una señora. Así que encendieron el brasero y removieron hasta que el cisco ardió al máximo.

Apostilla López Ruiz que «lo utilizaron doblemente: como causa probable de la muerte de su víctima por intoxicación, debido a una mala combustión, y como provocador de un incendio que al final quedaría en chamusquina».

Después de matar y de robar, y en una época en la que no había por qué temer haber dejado un reguero de ADN en la casa, Francisco y Pedro salieron de la casa tranquilamente y con una estupenda sensación de impunidad. Estupenda y falsa sensación.