Ocurrió en 1965. Piedad, una niña de Murcia de entonces tan sólo 12 años de edad, mató a cuatro de sus hermanos pequeños, de quienes tenía que hacerse cargo. En menos de un mes, cada 3 o 4 días, fallecía uno de los niños.

El escenario, una vivienda humilde ubicada en el Carril de la Farola de la capital murciana. Allí residía un matrimonio con diez hijos, el formado por Andrés Martínez del Águila y su esposa, Antonia Pérez, quien, en el momento de los hechos, estaba embarazada.

Piedad había sido la tercera en nacer, y la primera de las chicas. Sus dos hermanos mayores, José Antonio y Manuel, de 16 y 14 años respectivamente, trabajaban: uno era obrero de la construcción y el otro chapista. Ella era, pues, la niñera de sus siete hermanos pequeños.

María del Carmen, de sólo 9 meses de edad, fue la primera en morir. En principio, se le echó la culpa a la meningitis y no se abrió investigación alguna. Cinco días después, fallecía el segundo de los hermanos, Mariano, que tenía dos años de edad. Y otros cinco días después, Fuensanta, de 5 años. Ahí comenzaron las conjeturas.

Luego se sospechó de los padres, tras confirmar que la familia no sufría enfermedad alguna. Sin embargo, pronto los investigadores comenzaron a centrarse en la pequeña Piedad: era ella quien se ocupaba de dar de comer a sus hermanos, y ya había indicios de que las muertes se habían producido por un envenenamiento.

El investigador y escritor murciano Francisco Pérez Abellán, dedicado, fundamentalmente, al mundo del crimen, escribió sobre el suceso: «De pronto los niños empezaron a morir, siempre del menor al mayor, uno tras otro», rememora. «Era la tragedia de los Martínez del Águila. Internaron a todos, los mantuvieron en cuarentena, pero siguieron muriendo», cuenta el periodista.

«Al final, un policía listo descubrió lo que pasaba: la niña pequeña conocía la existencia de unas bolas de veneno que se utilizaban para dar lustre a las piezas plateadas de las motos, un veneno mortal. Dicen que el poli se llevó a la niña a tomar un café, y empezaron a jugar como si el poli quisiera echarle a la pequeña la bola de arsénico en la leche, pero ella puso mala cara y dijo que era veneno», relata el televisivo investigador.

La pequeña empleó, para su macabro plan, el cloro que llevaban unas pastillas que se usaba para limpiar metales: disolvió las pastillas en la leche de los niños. Además, les dio matarratas.

Un caso ´similar´ que pudo inspirar a la pequeña Piedad (en el caso de que en 1966 hubiese habido Internet, y la niña hubiese tenido acceso) es el de Palmira Valledor. Esto ocurrió tres años antes, concretamente en 1962. Palmira era la mayor de tres hermanas y, al igual que le pasó a Piedad, se vio obligada a hacer de ´madre´ de las pequeñas. En el caso de Palmira, casi literalmente, puesto que las tres hermanas eran huérfanas. Según recogen las crónicas de la época, la hermana mediana se salvó: se fue de casa cuando decidió formar su propia familia. Sin embargo, la pequeña no se casó, y acabó muerta por tomar la estricnina que le dio Palmira. La estricnina es un polvo que se usa habitualmente como pesticida, para matar pájaros y pequeños roedores.

Se pierde su pista en Las Oblatas

La pequeña se hizo monja después de que el Tribunal de Menores de la época decretase su ingreso en un convento

Cuando los investigadores de la época pusieron la lupa sobre la pequeña Piedad, ella no tuvo reparos en decir que era su madre, Antonia, la que le mandaba envenenar a los hermanos. De hecho, Antonia, en elevado estado de gestación en el momento de los sucesos, fue llevada a un hospital y retenida allí. Dado que estaba a punto de dar a luz, no la llevaron a la cárcel. A su esposo, mientras tanto, lo reclutaron en el psiquiátrico, con el fin de examinarlo y tratar de dilucidar si tenía algún trastorno que pudiese haber dado lugar a los crímenes. Relata el periodista Pérez Abellán: «Desde entonces la pequeña desapareció de Murcia. Dicen que la ingresaron en un convento de la localidad, pero nada se supo de cierto. Hay quien afirma que la envenenadora se hizo monja». «El síndrome del cuidador» «El síndrome del cuidador quemado -ella atendía la casa, la comida, la limpieza, los niños- la había llevado a quitarse de encima parte del trabajo», analiza el periodista murciano. Agrega que «los investigadores al principio fueron incapaces de darse cuenta del drama que vivía la unidad familiar; pero con el tiempo estaba claro que el descanso no era para todos. Y además había quien llevaba la peor parte». De esta manera, «la niña exhausta descubrió que hacer una cosa muy mala la libraba de la angustia. A su corta edad, no tenía mayores elementos de juicio». Crónicas de la época sostienen que la pequeña fue llevada al monasterio para jóvenes descarriadas de las Oblatas de Murcia, por orden del Tribunal Tutelar de Menores. Qué fue de ella en realidad, es un misterio. Se han cumplido 51 años de estos crímenes. Piedad tendría ahora 63 años.