Las Ventas. La Maestranza. Los Califas. La Monumental... «La Polvarea». Los toreros definen así las plazas portátiles. Es el submundo del toreo. El escenario en el que se forjan los profesionales. El trago amargo de la vida del torero. Sin más luces que las de los vestidos. Sin más flashes que los de las cámaras de los amigos.

Es la Fiesta local en la que el torero que se está haciendo puede echar el resto para avanzar un paso más y salir de «la polvarea». Siempre en busca de las Ferias. En busca del caché y glamour. Del dinero, la fama, la grandeza del toreo. Acostumbrados como estamos a ser periodistas de «polvarea», de tardes importantes sin relieve, de esfuerzos sin más reconocimiento que el de los íntimos, entendemos que las portátiles no dejan de ser un laboratorio de pruebas más allá de los tentaderos del invierno. Allí catamos toreros y ganaderías. Allí gozamos íntimamente con los éxitos de los nuestros y sufrimos como propios sus fracasos. Pero no hay relieve. No hay grandeza. Es el toreo chiquito. Es el gozo o el sufrimiento de un instante fugaz que vuelve con el amanecer del día siguiente.

Yo, periodista de «polvarea», miedoso por naturaleza ­–miedoso del toro, animal que me infunde un profundo respeto, tanto como los hombres que son capaces de ponerse delante–, lo he pasado mal en las portátiles. En los callejones sobre todo. Pero no en los tendidos. Las plazas portátiles son recintos perfectamente montados, un puzzle seguro hasta donde lo pueden ser. El jueves, en Jumilla, la desgracia se cebó con un niño, un bebé de 14 meses que cayó por el hueco que hay entre las filas de los tendidos. Y no pude, después de conocer el trágico desenlace de lo que fue un accidente desgraciado, dejar de pensar en mis hijos. En las veces que me han acompañado a los toros en las portátiles, en el hincapié que siempre hice para que no se separaran de mí físicamente, para que siempre hubiera un contacto, un asidero, un agarre. Es muy difícil que nadie, ni siquiera un niño de dos años, se precipite por esos huecos de los tendidos. Pero en una portátil siempre tienes esa sensación.

El drama del ruedo con Antonio Puerta inherte en los brazos de sus compañeros, y la imagen del niño en el suelo no se me pueden ir de la cabeza. Pero no por eso las portátiles, «la polvarea», dejan de ser seguras. Y de tener su encanto.