La mayoría de nosotros ya tenemos una opinión formada de las cosas. También de las personas. Solemos estar posicionados ante cualquier debate, disyuntiva o polémica, antes incluso de que se inicien, y rara vez nuestros opositores logran convencernos de lo contrario a lo que pensamos, aunque hay auténticos maestros de la dialéctica, capaces de encantar a cualquier serpiente que se les ponga por delante, por muy venenosa o bondadosa que sea.

Hay ámbitos en los que esa fija determinación de nuestra forma de pensar carece de toda lógica y se mueve casi exclusivamente por la pasión o, en muchos casos, por la herencia recibida de la tradición familiar. El fútbol es uno de ellos. Hay forofos que lo son de su equipo hasta la muerte. Los resultados de los partidos que disputan influyen de tal manera en su estado de ánimo que se muestran anormalmente exultantes cuando ganan y tremendamente cabreados o derrotados, hasta alcanzar el llanto, cuando pierden.

Hasta ahí, el problema, si es que lo hay, queda en el ámbito personal de cada individuo. Lo grave es que algunos transforman el forofismo en fanatismo, la sana rivalidad en un odio desmedido, y llegan a manifestar su rabia y hasta su alegría con destrozos, actos vandálicos y peleas masivas, donde, en ocasiones, circulan navajas y en las que ha habido múltiples heridos y algún que otro fallecido. Y eso solo por un juego en el que, como dice mi madre, son once tíos en calzoncillos corriendo detrás de un balón.

Los políticos no van en calzoncillos, emergen sobre el tablero de juego con traje y corbata o con vestidos elegantes, aunque ahora ya los hay que no respetan el saber estar ni el decoro. Pero la política es desde hace demasiado tiempo tan pasional como el fútbol, solo que siempre somos nosotros los que estamos fuera de juego. En general, muchos tenemos una imagen de quienes ejercen esta noble vocación de servicio cada vez peor. Se lo han ganado a pulso. Aún así, cada uno sigue teniendo sus preferencias, sus filias y sus fobias. Hasta tal punto que elogiamos o excusamos los mensajes y acciones del líder de nuestra cuerda, por muy indecorosos y censurables que sean. Por el contrario, da absolutamente igual lo que haga o diga el jefe de los que ya tenemos condenados al abismo, por muy decentes y buena gente que se empeñen en ser.

Esta semana, algunos medios de comunicación se han hecho eco del supuesto uso irregular de jardineros de un servicio municipal por parte de nuestra vicealcaldesa en su residencia particular. No es mi interés ni mi cometido demostrar estas acusaciones, como tampoco salir en defensa de quien ya ha sabido defenderse sola. Mi intención es señalar que a algunos poco les importa la verdad de lo sucedido. Sus detractores la han machacado en las redes sociales con lindezas a las que, por otra parte, la número dos del Ayuntamiento ya está más que acostumbrada, aunque no por ello dejan de ser censurables. Por contra, sus leales simpatizantes salen en su defensa de forma contundente. ¿Para qué esperar a que se aclare este episodio si la pueden liar ya? ¿Cuántas condenas y linchamiento públicos han desembocado en comportamientos inocentes y absoluciones judiciales? Difama que algo queda, sentencia nuestro sabio refranero.

El fanatismo propio de muchos futboleros aumenta con una progresión aritmética en el escenario político, incluso entre quienes ocupan puestos de poder y de representación ciudadana. Lo horripilante es que, al igual que hacen algunos ídolos y dirigentes del deporte rey, hay quienes lejos de apagar mechas que solo humean, hacen cuanto está en sus manos por avivarlas y contribuyen a generar incendios y propagar odios.

Si nuestra vicealcaldesa ha hecho algo repudiable, que se demuestre y que asuma sus consecuencias. Pero también es reprobable la actitud de quien aprovecha el sonido del agua que lleva el río para tumbar a la edil del PP a cada vez menos meses de que se haga con la alcaldía de Cartagena. Será, tal vez, que la batalla histórica de Carthagineses y Romanos ha contagiado al ambiente político de nuestra ciudad. Iba a decirles que juzguen ustedes, pero lo que debemos hacer todos es juzgar menos y aportar más paz y tranquilidad, más serenidad y sentido común, más calma y paciencia.

De todas formas, da igual lo que yo escriba en este rincón o el mensaje que les pretenda transmitir, porque la mayoría de nosotros ya tenemos una opinión formada de las cosas. También de las personas. ¡Qué poca libertad nos conceden los prejuicios!