No lo ves. No lo oyes, aunque es más ruidoso que la más potente de las bombas. No lo hueles, pero tu olfato te advierte de que está cerca. No lo sientes, pero está ahí, tan presente como el más enorme de los monstruos. Aunque éste, siendo microscópico, da mucho más miedo, porque éste es real.

Se nota en las miradas, las que te fusilan cada vez que se te escapa una tos. Se nota en las distancias, las que te frenan para acercarte a saludar a un amigo, porque todos somos sospechosos de estar infectados. Se nota en las conversaciones, incapaces de hablar de otra cosa, por mucho que lo intentemos. Se nota en los supermercados, con estanterías completamente vacías, llenas de histeria incontrolable. Se nota en nuestro hogar, cuando nos miramos a la cara y nos preguntamos: ¿A nosotros no nos va a pasar nada, verdad?

Me gustan mucho las películas de catástrofes, incluidas las de virus mucho más peligrosos que el que nos ocupa y que amenazan con arrasar con toda la humanidad en un santiamén. Lo que no alcanzaba a imaginar es que nos convertiríamos, todos, en protagonistas de una realidad de cine. No es que disfrute con la tragedia ni con el sufrimiento de los demás en la gran pantalla. Lo que me agrada de estas cintas apocalípticas es que muestran un amplio espectro de comportamientos humanos que van desde la generosidad más absoluta, de los que lkegan a sacrificar la propia vida en favor de los demás, hasta el egoísmo más despreciable de quien es capaz de lo peor con tal de salvar su culo.

Seamos serios. Nuestra situación actual no requiere grandes heroísmos por nuestra parte, solo pequeños gestos y pequeños sacrificios. Requiere cambiar nuestras rutinas que, dicho así, parece poca cosa, pero es enormemente complicado. Requiere de nuestra responsabilidad.

Crisis significa cambio. Diría que también aprendizaje. Las muertes, el sufrimiento, la tensión, el pánico y el descontrol absoluto de estos días nos hacen reflexionar sobre lo que realmente importa y comprobar que aquello que considerábamos una prioridad no es más que algo ridículamente secundario. Nos lleva a mirar a nuestras parejas, nuestros hijos y a nuestros mayores con especial cariño y, sobre todo, a apreciar el calor de sus besos y abrazos, porque llegará un día en que ya no podamos dárselos. Muchos ya lo saben. Estamos aprendiendo el valor real de las cosas y experimentando la fuerza de sentencias tan contundentes como aquella que nos advierte de que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos.

Hay que sacar lo positivo de un momento así. Estoy harto de vídeos y mensajes alarmistas, de un WhatsApp inundado de bulos que se propagan más rápido y causan tanto daño como el maldito bicho. Me escandaliza la música de fondo en los programas de actualidad que dan una y mil vueltas al asunto y que, en ocasiones, más que informar, confunden y asustan aún más a los ciudadanos.

La situación es seria, preocupante y requiere medidas extraordinarias, dramáticas, si quieren. Pero un poquito más de cabeza, un poquito menos de alarmismo, un poquito de por favor.

Vamos a serenarnos, a actuar con sensatez, a controlar nuestros impulsos y a cumplir la regla de mi amigo Sergio: precaución, prevención y sentido común.

No somos sospechosos infectados de un virus incontrolable y mortal. Somos personas, que nos necesitamos unas a otras. Ahora, nos toca aplicar normas y recomendaciones un tanto frías y distantes. Es por nuestro bien, por el de todos. Pero que esto nos sirva para no olvidar nunca cuánto nos necesitamos y para llenarnos, cuando todo esto acabe, de los miles, millones de besos y abrazos, de apretones de manos que nos hayamos guardado.

El sol brillará mañana.