Hace unos meses, estaba yo en Cartagena, en la Asamblea Regional, asistiendo a un pleno para escribir una crónica en este periódico, cuando me di cuenta de que con lo que había ocurrido allí por la mañana no me daba ni para llenar tres líneas, y que debía quedarme por la tarde, que continuaba la sesión, a ver si sus señorías se ponían más ocurrentes y yo conseguía sacar adelante mi proyecto de artículo. Así que tenía que almorzar allí -algo ligero, pensé -, y entonces me acordé de que un amigo periodista estaba también en Cartagena atendiendo otro acto político, y lo llamé. Él también tenía que comer y entonces me dijo: «Vamos a ir a un restaurante estupendo que seguro que no conoces. Es algo muy especial, ya lo verás. Se llama Magoga».

Lo primero que hice es decirle que no, que no podía ir a un restaurante a ponerme ciego a comer y a beber para luego irme a escuchar a sus señorías y dormirme en el hemiciclo, que yo con cualquier cosa me arreglaba. Pero él insistió, y, aunque me dio rabia aceptar porque ese amigo vive en Murcia, pero es tan del norte de España, que si se descuida, cuando va a su casa de allí, se cae al Cantábrico, mientras que yo soy de Cartagena y no conocía ese restaurante, al final dije que sí.

El Magoga está situado en la plaza que ha quedado donde antes estuvo la lonja de frutas y verduras de Cartagena, y su interior resulta muy agradable, sin recargamientos, sobrio en su diseño. Nos atendió un jefe de sala, que luego supimos que se llamaba Adrián de Marcos y que también se encargaba de los vinos, y yo le dije cuál era mi situación: «Quiero probar algo, pero no puedo comer mucho que esta tarde tengo que estar despierto». El hombre, muy profesional, lo entendió enseguida, nos recomendó que compartiéramos platos, y así, en pequeñas porciones, le hiciéramos una cata al menú.

Y, oiga usted, que aquello fue increíble. Qué cosa más buena y más especial de comida, dentro de la más absoluta familiaridad de los ingredientes. Quiero decir, que todo te sonaba a la Región, al Campo de Cartagena o a su costa, pero elaborado de una manera tan cuidadosa y con tanta sabiduría que te asombraba. Un ejemplo: recuerdo que pedimos una ración de raya con callos de bacalao que estaba espectacular. Al fin y al cabo, era raya, un pescado que, fuera de Cartagena, se cocina poco por estas tierras, pero realmente estaba delicioso. También tomamos un arroz bomba con gamba roja que no tenía nada que ver con una paella, porque era algo nuevo, algo distinto y familiar a la vez. Y la cosa continuó con delicias variadas hasta que dijimos basta porque teníamos que trabajar.

Entonces el jefe de sala nos recomendó tomar unos quesos para acabar, y aceptamos. Hasta nuestra mesa llegó un joven empleado con un carro que portaba unos cincuenta quesos, locales, nacionales, europeos y más exóticos. El hombre resultó ser un 'sommelier de quesos' -no sé cómo se llaman los especialistas en quesos- porque demostró conocer perfectamente todos y cada uno de los productos de su carro. Nos aconsejó tomar varios, ordenados desde sabores más delicados a más rotundos. Le hicimos caso y nos preparó la degustación. Puedo asegurarles y les aseguro que aquello se convirtió en una experiencia a recordar de vez en cuando, evocando el 'momentazo queso' de aquel día.

Desde entonces, me he dedicado a decirle a todos mis amigos y conocidos la siguiente frase: «Tenéis que ir a un restaurante de Cartagena que se llama Magoga. Le van a dar una estrella Michelin de un momento a otro, ya lo veréis». Y ya lo han visto. Se la han dado. Muy merecidamente, creo. Enhorabuena.