Los errores, los fallos, os traspiés, las equivocaciones, los desaciertos, las faltas, los descuidos, los deslices son algo que nos acompañan todos los días, toda la vida. Si lo pensamos bien, seguramente, en las últimas 24 horas hemos hecho algo mal o hemos metido la pata en algo. Algunas veces, pasan completamente inadvertidos, otras, son tan evidentes que desearíamos que la tierra nos tragase y, en ocasiones, se traducen en auténticas tragedias. En cualquier caso, debemos afrontar nuestros fallos con la mayor normalidad posible, con propósito de enmendarlos, pero sin lamentarnos más de lo debido y sin caer en el escarnio, inútil e ineficaz.

El problema es que la normalidad es una virtud cada vez más difícil de encontrar en nuestra sociedad, en nuestros trabajos, en nuestras calles y también en nuestras casas. Para comprobarlo, basta con que pongan un rato la televisión, donde no se salvan ni los dibujos animados, cada vez más extraños y, lo que es peor, más groseros e irreverentes.

La exageración, la hipérbole, el alarmismo y el escándalo se presentan como algo atractivo, que engancha, que vende. Y cuanto más se mueve, más huele y más engancha, más vende. Y, lamentablemente, más nos recreamos en señalar el defecto, en incrementar la burla, en sacarle punta al fallo.

Presumimos de ser una sociedad abierta, donde reina el buenismo, integradora, en la que supuestamente se acepta al distinto, al diferente, en la que palabras como diversidad y transversalidad se pronuncian con orgullo y grandilocuencia, cuando en realidad, quienes las utilizan casi siempre quieren decir que todo vale o, para ser más exacto, que todo lo suyo vale y que de lo tuyo ya veremos.

Nuestra cara B, por contra, muestra una realidad en la que hacemos un meme de todo y lo compartimos compulsivamente, en la que lo distinto y lo desconocido nos da miedo, en la que huimos del señalado por sus fallos, por sus errores, porque no es como marcan unos estándares y prototipos que, por otra parte, cada vez son más difusos e indefinidos, porque cada vez quieren desdibujar más la línea entre lo que está bien y lo que está mal.

Hace tres días, el diario El País desvelaba que el submarino S80 era tan grande que no cabrá en las fosas reservadas para que atraquen en su base, situada en el Arsenal Militar de Cartagena. Pocas horas después, la noticia había recorrido medio mundo en múltiples medios nacionales e internacionales y, en la mayoría de ellos, ridiculizaban, por decirlo suavemente, este nuevo error en la construcción de este sumergible. Y es que llueve sobre mojado, porque la fabricación de esta nueva nave en los astilleros de nuestra ciudad ya se hizo famosa hace cinco años, no precisamente por su avanzada y novedosa tecnología, por sus grandes prestaciones ni porque, probablemente, se convertirá en el submarino convencional más moderno y eficaz, sino porque, entre tanto avance y equipamiento de última generación, se olvidaron de calcular los pesos de sus sistemas y máquinas, hasta el punto de que convirtieron en real el chiste de Gila sobre el submarino que no flota.

También entonces, todos los medios nos cebamos, en mayor o menor medida, con un fallo tan garrafal. La consecuencia fue tan tremenda como la equivocación. Hubo que rediseñar el submarino y alargar su eslora para que cupiera todo su equipamiento, lo que ha supuesto pasar de una inversión de unos 2.200 millones de euros a unos 3.600 millones, en torno a quinientos millones más de lo que costó la ampliación de la refinería de Escombreras y el equivalente a construir unos sesenta auditorios de El Batel. Vamos, que no ha sido ninguna broma. Y lo de menos es el dinero. Quizá sea más relevante que el arma submarina española queda mermada y más que envejecida por el retraso en la entrega de las nuevas unidades.

Un segundo error relacionado también con las dimensiones del futuro submarino invita de nuevo a la crítica sarcástica y burlona, aunque la necesaria ampliación de los muelles cueste mucho menos que el alargamiento del sumergible. Que esa es otra, porque El País y todos los medios que se hicieron eco de su información, apuntaron que la inversión para agrandar las fosas debía de ser de dieciséis millones de euros, mientras que Defensa desmiente y rebaja el presupuesto que se precisa a poco más de 260.000 euros.

En cualquier caso, la noticia de un submarino que no flotaba y que, ahora, no cabe en su muelle ha vuelto a dar la vuelta al mundo y mezcla la media sonrisa con cierta indignación y hasta una sensación de vergüenza o ridículo, ante la difusión de una imagen de nuestra ciudad y de nuestro país de Pepe Gotera y Otilio.

Y ese es, sin duda, uno de nuestros principales fallos, que, a pesar de que vivimos en un país moderno y libre, con compañías tan competentes y preparadas como Navantia, con sus errores y aciertos, y con militares tan profesionalizados y solidarios, nos permitimos el lujo de arremeter sin piedad contra sus fracasos, que también son los nuestros, porque del futuro de Navantia y de la Armada dependen decenas de miles de familias. Y del futuro y el prestigio de nuestra España dependemos todos.

Por último, me pregunto en qué momento se percataron de que las fosas para los nuevos submarinos eran pequeñas. Lo que tengo claro es que si hubieran querido ocultarlo, el nuevo jefe de la Flotilla, el comandante Alejandro Cuerda, no hubiera dado esta respuesta en la entrevista que le hizo este periódico y que se publicó el pasado 1 de julio: «Hay una serie de elementos logísticos de infraestructuras que es preciso adecuar antes de que el primer submarino entre en servicio. La más destacada es la modificación y el dragado de las fosas de atraque de los submarinos, ya que el nuevo S-80 es de unas dimensiones mayores de las inicialmente esperadas». El lenguaje utilizado es oficialista y algo engorroso, pero ya dejó claro que el nuevo S-80 no cabe en los actuales atraques de submarinos.

No voy a quitarle hierro a errores tan notables. Son fallos graves. Pero de nada sirve recrearse en ellos. Además, si nuestros amigos y conocidos se cebaran con nuestros yerros, es más que probable que nos hundiéramos. Y eso es algo que ni los cartageneros ni los españoles podemos permitirnos con Navantia y aún menos con la Armada. Así que normalidad, ante todo, a reflotar el S-80 y el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.