Acabamos de empezar un nuevo año y en estos momentos nos hacemos toda una serie de propósitos de enmienda. El primero de ellos, claro está, es el de ponernos a dieta y hacer ejercicio, que tras los excesos de las navidades nos cuesta horrores abotonarnos el pantalón. Pero no hay que olvidar aquello de que 'hasta San Antón, Pascuas son', aunque a mí me gusta decir que 'hasta Barranda Pascuas son' y, mientras, ya están aquí las Fiestas de San Fulgencio en Pozo Estrecho, con su buena sesión de caldo con pelotas.

En invierno la naturaleza se despoja de todo, los árboles de hojas y el suelo de hierba. La escarcha matinal o la nieve, dejan todo como un papel en blanco sobre el que está todo por escribir o por dibujar. Por eso en estos días nos comprometemos con nosotros mismos a volver a empezar en muchos aspectos de nuestra vida. Algunos dirían que eso también se hace al inicio del curso, después del verano, pero entonces es más difícil. En septiembre partimos de una época luminosa, alegre y calurosa, llena de color y fiestas de verano, así que empezar el curso siempre es como lanzarse a una piscina donde nos han quitado el agua.

En enero tenemos un horizonte más atrayente. Puede que tengamos frío, pero enseguida empiezan los almendros a florecer en el Campo de Cartagena, y en nada estamos en Carnaval y enseguida en primavera, con los campos reventando de flores. Todo ello, con permiso del cambio climático que, aunque lo niegue Donald Trump, haberlo haylo. Sin ir más lejos, este domingo estuve en la Romería del Cañar, que parte de Tallante y que recorre una de las zonas más hermosas del Campo de Cartagena, en la denominada zona oeste del secano cartagenero. Pues resulta que este año, por primera vez, no había ni un almendro en flor y los campos estaban secos, sin un poquico de verde siquiera. El día era luminoso, el cielo azul, los caseríos como si el tiempo se hubiese detenido, pero las ovejas balaban más tristes porque no hay hierba que llevarse a la boca.

Suerte que la alegría y las cuadrillas también se renuevan y la tradición sigue viva. Ahí tenemos a Juan Diego Celdrán Madrid que fue alumno de Alfonso El Claro y de Emilio del Carmelo Tomás Loba, y ya está que se sale cantando y trovando y, como siga así, buen competidor va a tener Juan Santos El Baranda. Los cantos y la música nos regalaron un día de gozo y hermandad donde no hubiera hecho falta ni el vino, ni los dulces, ni el chocolate, ni las migas, ni las morcillas para olvidar las penas, pero ya que estaban, pues a llenar el cuerpo de viandas típicas que, compartidas, saben mucho mejor, sin duda.

Hay algunos que piensan, equivocadamente, que eso de las romerías es cosa de viejos, de beatas, de conservadores o de épocas pasadas. He colgado una foto en mi Facebook con las gentes portando a hombros a la Virgen de la Luz y hay quien ha preguntado si esta foto era de ahora o del siglo pasado, y que conste que la he subido a todo color. Pero hubo tiempos pretéritos en que los gerifaltes políticos y religiosos desconfiaron e incluso prohibieron las romerías, porque les parecía cosa demasiado abierta y avanzada, proclive a que la gente se desmadrase en placeres mundanos y olvidase la seriedad circunspecta del respeto a lo sagrado y a las autoridades. Sin embargo, quienes asisten ahora a estos singulares eventos de la cultura popular suelen repetir, atraídos por lo divertido de la música y del ambiente festivo, a lo que, en el caso de la Rambla del Cañar, hay que añadir un interesante encuentro con la naturaleza y el mundo rural, casi desaparecido en otros lares.

Ser en la vida romero, que escribió León Felipe, nos iguala a todos en el camino, sin que hagan callo las cosas, y ese es uno de los valores más importantes que se palpan en estos encuentros de la cultura tradicional, donde no hay señoritos ni servidores. Por eso me gusta la convivencia entre políticos y administrados, aunque me chirríen los carteles con sus logos.