Dicen los de Mongolia en un comunicado en su página web sobre el asunto del cartel que ya ha dado varias veces la vuelta a todos los inframundos: «No vamos a admitir que se nos intente coaccionar para que dejemos de hacer lo que consideramos oportuno, necesario y útil para la construcción de una sociedad auténticamente democrática, laica y republicana». Hasta ahí dejan claro lo que pretenden ser. Entiendo que los situados enfrente manifestándose en las puertas de la representación debieran ser, según ellos, lo contrario, es decir: dictadores, religiosos y monárquicos. Estoy seguro que entonando la Salve no habría mucho laico, pero en la manifestación y en silencio lo mismo sí, que todos fueran monárquicos, tengo dudas, y demócratas pondría la mano en el fuego que todos lo eran.

Es lo que pasa cuando pretendemos cocinar ingredientes opuestos en la misma sartén, que o se pegan o se ligan y a punto estuvieron de las dos cosas y simultáneamente, porque nada hay mejor para tocarse que los extremos.

Cuando vemos pasar por la calle una monja con hábito de cuello a tobillo, pies semidesnudos enfundados en sandalias escasas y dejando ver apenas ojos, nariz y boca, nadie se lleva las manos a la cabeza, pero ponemos el grito en Alá cuando con vestimenta del mismo sastre aparece una musulmana hermana de escaparate de la cristiana anterior. Pregúntenle a un niño de cuatro años y no será capaz de distinguirlas, sin embargo para nosotros son diametralmente opuestas porque una está perfectamente admitida y respetada y la otra es el resultado de una dominación como mínimo machista en un primario análisis occidental. Habida cuenta que el pater que gobierna al grupo de la primera también lleva sayo hasta el suelo, por cierto bastante parecido al que gobierna a las segundas, lo mismo llegamos a alguna conclusión poco deseable para el respetable.

Sin pretender dar por iguales ambos escenarios sí que conviene ponernos en la piel del otro para entender el porqué de cada representación. Caricaturizar a Mahoma costó muchos muertos en el país vecino y todos salimos a la calle defendiendo la libertad de expresión, Je suis Charlie; y no alcanzo a adivinar mucha diferencia entre el Mahoma de ellos y el Jesús que abriga entre sus brazos la imagen de la Virgen de la Caridad.

Es verdad que aún no nos hemos matado entre nosotros, pero concedámonos unos años para ver cómo termina esto. No hay que ser historiador para saber que nada ha causado más muertos en la humanidad que la religión, o mejor por especificar, las guerras religiosas; y seguramente debería quedar del lado de los religiosos la tasa más alta de tolerancia, respeto, comprensión sobre el prójimo y pacificación y desde luego ha quedado manifiestamente claro el otro día que cualquier parecido con la realidad fue pura coincidencia, porque al final, quieran o no, el hijo que aquella madre tenía entre los brazos maltratado hasta el límite y muerto a golpes había sido asesinado por el establishment, por sus creencias religiosas o por tocarle los huevos al sistema; y lo mismo algo en común tenía con los del espectáculo -me refiero a los de dentro- por mucho que les pese a los de fuera, que todos los puntos de la circunferencia acaban siendo equidistantes del centro.

El alcalde José López estuvo acertado recordando que él no estaba allí por católico, sino porque lo han elegido los ciudadanos y para defender el derecho y la legalidad de todos, acertando en la conclusión final: «Les hemos dado en el lado del gusto y les hemos llenado la sala». Así que no se sorprendan si por mucho que lo intentemos, acabamos siendo todos más iguales de lo que nos gustaría. Ellos nos llenan el ego y nosotros, la grada.