Nadie podría concebir la imagen de Nueva York ni la de América, ni la del mundo contemporáneo sin el icono de la Estatua de la Libertad, tanto es así que, hasta en El planeta de los simios, la creación de Eiffel aparece enterrada en la arena como la certeza del desastre de la civilización humana. El molino Zabala podría ser la estatua de la libertad del Campo de Cartagena, y con más razón porque tiene el doble de antigüedad, pero hoy solo es un ejemplo fehaciente de lo desastrosos que somos para con los símbolos de nuestra patria común.

Ya dije en otra ocasión que si Cervantes se hubiese detenido más en nuestra Región y en Cartagena y tal vez hubiese traído a Alonso Quijano a enfrentarse a uno de nuestros gigantes, tal vez, solo tal vez, no seríamos la única zona del mundo que tiene en ruina a casi todos sus molinos de viento. El otro día aproveché los documentales de La 2 para viajar por las islas griegas, bebiendo en la siesta de las fuentes de nuestra civilización y, reencontrándome con nuestros orígenes, me quedé prendado del mimo con el que cuidan a sus molinos de viento, también de vela latina. No entiendo que pasen los años, los poemas de Carmen Conde, la vida entregada de Carlos Romero Galiana, la lucha de colectivos como la Liga Rural del Campo de Cartagena, las declaraciones BIC y las de buenas intenciones, pero asistamos indolentes al desmoronamiento de nuestros Colosos de Rodas. Sin los molinos de viento nuestro paisaje, cada día más roturado, sin palmeras, algarrobos ni aljibes ni caserones, es un inmenso monumento a la desolación, solo verde como un espejismo, hasta ese día en que no quedará ni agua y entonces todo se desvanecerá y será demasiado tarde.

Gracias a las iniciativas y el incansable trabajo y a la trayectoria de Asociaciones como la Liga Rural o la de Amigos de los Molinos de Viento de Torre Pacheco, podemos comprobar que la esperanza no se ha perdido porque la gente vuelve a estar concienciada por el patrimonio rural, una vez pasada la cultura del plástico y el analfabetismo de los nuevos ricos, que propició el desdén a la identidad rural y al sabor de lo que creíamos pueblerino y atrasado. Hemos descubierto demasiado tarde que las camas de palillos nunca pasarían de moda y encima estaban mejor hechas.

El tercer día de los molinos ha superado los cálculos de la Liga Rural. Si el año pasado acudieron doscientas personas, este año se ha duplicado el número en torno al decano de nuestros molinos. Ahora que es insuficiente el turismo de sol y playa, que se ve necesaria la profundización de la oferta del turismo cultural, que cada vez nos visitan más cruceros... ¿No ha llegado el momento de restaurar y poner en valor joyas como el convento de San Ginés de la Jara o los molinos? Pero sin demora, sin echarle la culpa a los de Murcia o a los anteriores o a los otros o a los propietarios. Porque es cosa de todos, donde hemos de arrimar el hombro sin protagonismos y con hechos. No es tiempo de palabrería, ni de deseos, ni de buenas intenciones. Nos va mucho en la puesta en valor de nuestro patrimonio, no es solo por cultura, es por economía: rutas, gastronomía, alojamientos, centros de interpretación.

Yo propongo unas jornadas regionales con participación de los maestros molineros, los ayuntamientos, la consejerías de Turismo y Cultura, las universidades, las Asociaciones de defensa del patrimonio y las empresas organizadoras de rutas. No puede faltar el testimonio de quienes nos aventajan en La Mancha o en Holanda. Los molinos nos darán de nuevo la belleza, el ocio, el trabajo, el agua, la sal, el alimento, la energía y, sobre todo, un horizonte y la posibilidad de mantener aún nuestra primacía sobre los simios, antes de que todo quede enterrado junto a las playas negras del Mar Menor muerto.