En estas jornadas de paréntesis injustificado donde los españoles, de todas las tierras y mares de España, nos hemos tomado este mes de agosto un descanso que para nada merecemos como nación, reflexiono como ciudadano, y no como abogado -aunque sea inevitable-, sobre las causas reales y de origen que han podido dar lugar a que el Mar Menor sea hoy una charca espumosa, verdosa y maloliente.

Para ello, considero que se debe examinar este desastre medioambiental y proceso histórico-humano-natural, del que somos parte inseparable, a la luz que nos ofrece el arquetipo providencial de la historia de España, porque si no nos remontamos a ese acontecimiento y en este caso al de la historia de nuestro sureste, no podremos obtener jamás un análisis riguroso del que se deriven conclusiones objetivas. Enuncio sólo las tres que me han parecido más significativas, aunque hay más:

La primera es la desintegración de España, tan fragmentada entre estatutos de autonomía y corrupción endémica que nadie se hace responsable de nada.

La segunda es que esta comunidad autónoma, a la que llamamos de Murcia, ha experimentado tres grandes momentos de euforia económica incontrolada. En cincuenta años hemos pasado de la minería salvaje, al boom inmobiliario y a la agricultura de cuatro o cinco cosechas anuales. Todo ello ha destruido el medio ambiente, haciéndolo inhabitable.

La tercera es que las diferentes administraciones necesitan alimentarse-servirse del dinero del contribuyente. En cambio el Mar Menor no produce ese volumen de negocio de manera tangible, al menos no genera dinero inmediato a los ojos de la clase dirigente, a diferencia de cuando se construye un aeropuerto o campos de golf o la Paramount o un complejo urbanístico, entre otros tantos ejemplos.

Una ecología buena y sana para el Mar Menor es posible, donde se cumpla el mandato genesiaco: someter la tierra al servicio del hombre, pero excluyendo la destrucción del medio ambiente. Esa tesis bíblica es la que se debe barajar para que así las generaciones venideras puedan disfrutar como antaño de nuestro amanecer dorado desde el Mare Nostrum y de las puestas de sol rojizas al oeste desde la laguna salada, entre flamencos patilargos, sobrevolando las aguas medicinales, las salinas y los lodos curativos de este nuestro patrimonio y tesoro.