María, abrazada a su pequeño, estaba asustada. Se encomendaba a todos los santos y no quería ni pensar sobre lo de que el monasterio estaba maldito y que hasta las gallinas ponían huevos sin cáscara€ Era muy raro todo aquello y lo peor es que Antonio se había tenido que ir porque le tocaba guardia en los parrales para que nadie viniese a robar en plena temporada de recolección. Recordaba que esa tarde, al terminar la procesión de San Ginés, cuando ella y la mujer del encargado se quedaron solas en la iglesia observaron sobrecogidas un extraño fenómeno.

Apagaron las velas y el templo se quedó en sombras, salieron nerviosas, con la extraña sensación de sentirse observadas hasta que en la calle, echando la cerradura bajo los escudos de los franciscanos y del marquesado de los Vélez, vieron que la luz del interior se volvía a colar entre las rendijas de la vieja puerta. No podía ser que se hubiesen dejado a nadie dentro y, aunque así fuese, no le habría dado tiempo a volver a encender las velas. Fueron a llamar al Tío Paco, que estaba en la casa grande, con los señoritos, para que viniese a apagar de nuevo las velas, porque ellas no se atrevían. El Tío Paco era un hombre muy recto y temieron su enfado, pero el llamó a su hijo Manolo, El Listero por no entrar solo y volvieron a apagar las velas hasta dos veces porque se volvían a encender solas.

Antonio llegó de pronto pese que aún no había amanecido. Ella se sobresaltó aún más. Su marido venía blanco y con una sudor fría. Se abrazaron, sobraban todas las palabras pero en ese momento se quedaron mudos: De pronto otro ruido seco en la cocina y, a continuación escucharon el sonido inequívoco de los golpes de un almirez. Lo peor es que ni siquiera tenían almirez, sino mortero. Paco, El Largo también se refugió en casa. Había visto esa procesión, como de ánimas en pena, por el Monte Miral y ese gigante junto a la cruz de la carretera. Paco le dijo a su mujer que se dispusiera a recoger todos sus enseres porque ese día se irían todos de San Ginés. Era tal su semblante que ella le preguntó: «pero ¿qué pasa?», pero sin esperar respuesta. Paco había escuchado que la Santa Compaña anuncia malos presagios o viene a castigar y llevarse a algún pecador. Él estaba convencido que venían a llevárselo. De hecho, no había dormido muy bien en las últimas semanas, desde que encontró aquel pasadizo junto a la balsa que hay junto al muro este del convento. Por alguna razón la tierra cedió junto a unos geranios y él, sin decirlo a nadie, fue por una linterna y se adentró en aquel pasillo abovedado. Si por fin encontraba el tesoro de San Ginés habría resuelto su vida y la de su familia para siempre. Pero fue peor.

El pasadizo llegaba a una encrucijada y el avanzó hacia la izquierda porque vio una tenue luz. Llegó a una cripta de piedra en cuyo centro se alzaba un altar sobre el que había una vela que proyectaba unas sombras fantasmales sobre la bóveda de cañón. No había dudas, un anciano estaba arrodillado en actitud orante, tan abstraído que no se sorprendió por la luz de la linterna. Paco había escuchado que debajo del altar mayor había una cripta donde estuvo enterrado San Ginés, pero los accesos estaban tapiados. Sobre sus pasos salió despavorido, volvió al huerto y no contó a nadie lo que había visto.

Paco se fue ese día con su familia, sin dar explicaciones y sin despedirse de casi nadie. Antonio no paraba de darle vueltas a la cabeza de aquellos extraños pasos que había escuchado y de aquellos ruidos en casa. En el monasterio había un algo, unas fuerzas extrañas y él había visto muchas cosas, como aquella sala de torturas, quién sabe si de la Inquisición o de la última guerra. Escribo todo esto en la madrugada del día de San Ginés de 2016, acordándome que hace unos meses vi, con mis compañeros de los Amigos del Monasterio que se ha abierto por las obras un agujero en el suelo, junto a la balsa sur, que ha dejado al descubierto una galería abovedada que sale del monasterio, y mientras lloramos la pérdida de Telesfora, mi suegra, que se ha ido precisamente hoy, al tiempo que murmuraba unos rezos como el murmullo de la Santa Compaña que a todos nos ha de llevar y todos esos momentos se perderán, como lágrimas en la lluvia.