El pasado sábado, en Los Nietos, a la hora del Ángelus y con el sol en todo lo alto, me llamó mucho la atención que en la parada de la Pescadería apenas bajaran del FEVE dos docenas de personas. Además, entre ellas no pude distinguir a los típicos domingueros. Eso, por un lado, me animó bastante y decidí darme el primer baño: tan solo quería comprobar in situ que eran ciertos los comentarios de mis vecinas Zulema, Carmen y Pilar respecto al estado de la laguna. Por tanto, acudí a la playa delimitada por el club náutico y el dichoso espigón de la izquierda y el panorama que encontré, comparado con años anteriores, no fue muy alentador pero no me eché atrás. En la arena, unas pocas sombrillas protegían a sus dueños del sol y media docena de zagalicos jugaban al fútbol; y en el agua, una veintena de valientes paliaban el sofocante calor.

Al meter el pie en el agua no me dio susto, como se dice por aquí, pues aquello estaba tan caliente como esperaba; pero al avanzar un par de metros, con el agua por la pantorrilla, mi pie derecho impactó con un pedrusco y un pequeño lamento surgió de mis labios: increíblemente, no pude advertir semejante peligro debido a la extrema turbidez del agua.

Avancé otros cuatro metros y, entonces, con el agua por las rodillas, me quedé clavado en el fango y, casi me caigo tras perder mi zapatilla del mercadillo: aun así, conseguí dar unos pasos y tres metros más allá, afortunadamente, logré salir del fangal en medio de un agua que, a cada paso dado, se tornaba de color marrón chocolate. Respiré hondo y, algo más aliviado, proseguí otros cinco metros con el agua ya por la cintura, pero mi gozo duró bien poco puesto que penetré en una zona plagada de algas de medio metro de altura. Cierto es que lo peor aún estaba por llegar pues, cinco metros más allá, con el agua por el pecho, me volví a quedar clavado en el fango, en esta ocasión rodeado de algas de casi un metro que no impidieron que perdiera mi otra zapatilla. He de confesar que, por un momento, quise abandonar la misión, pero me armé de valor y continué mi peregrinaje mar adentro. Segundos después, a unos treinta metros de la orilla y con el agua aún por el pecho, comencé a notar que algo extraño me rondaba por las piernas; entonces, afiné los sentidos y me percaté de estar siendo rodeado por un banco de medusas, de esas que los nieteros llamamos de huevo frito, por lo que el ligero picor estaba justificado.

Finalmente, a cincuenta metros de la orilla, mis pies desnudos palparon una arena suave y, a pesar de que el agua seguía turbia, pude darme mi baño y comprender que mis vecinas tenían razón. Y también los domingueros ausentes. Al rato, salí del agua como pude, huérfano de calzado, con los pies negros, salvo el moratón del dedo, y con un ligero escozor en la pierna. Por tanto, mi baño en Los Nietos, me hace plantearme pasar el resto del mes en el campo.

Moraleja: no debemos de permitir que este paraje natural señero, que heredamos de nuestros ancestros, continúe agonizando. Nuestros hijos tienen derecho a bañarse en sus aguas, al menos, en las mismas condiciones que lo hicimos nosotros antaño€