El 11 de marzo de 2020 la OMS declaró a la COVID-19 pandemia mundial. Por entonces se habían producido 121.500 contagios y 4.000 muertos en 114 países. En ese momento muy pocos pudieron imaginar que un año más tarde el número de muertos sería 35.000 veces mayor.

Las cifras oficiales de la COVID-19 a 15 de abril de 2021, estremecen: 137 millones de contagiados y casi 3 millones de muertos. Pero las cifras reales son mucho peores. Las estimas más probables indican que a día de hoy podría haber al menos 183 millones de contagiados de los que alrededor de 5 millones habrían muerto.

A los seres humanos nos cuesta hacernos una idea de lo que significan esos grandes números. Unas recientes palabras de Joe Biden, el Presidente de los Estados Unidos, nos ayudan a entender mejor la gravedad de esta pandemia: «La COVID-19 ya mató a más estadounidenses que la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra del Vietnam juntas». Y todavía no ha terminado.

Basta con mantener estas medidas hasta que la tasa de infectados llegue a cero. Por supuesto la clave está en no relajar estas medidas cuando los infectados caen por debajo de 50 casos por 100.000.

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Algunos países siguieron esta receta sensata y consiguieron controlar la pandemia con muy poco coste en vidas y economía. Lo consiguieron países ricos, tecnológicamente avanzados y con una gran capacidad de innovación como Corea del Sur. Pero también lo lograron algunos de los países más pobres, atrasados y con menos infraestructuras sanitarias como Ghana.

Por eso cuesta entender que países científica y tecnológicamente avanzados, con un elevado grado de desarrollo y con una sanidad bien desarrollada como la Unión Europea, los Estados Unidos o el Reino Unido realizasen una gestión tan desastrosa de la situación.

A una primera ola siguió la segunda. No contentos con tropezar dos veces en la misma piedra, tuvimos una tercera ola. Ahora vamos camino de la cuarta ola.

Cuando tras grandes esfuerzos bajamos la tasa de infectados, abrimos la mano prematuramente como si preocupados por la extinción del virus nos empeñásemos en una política conservacionista que le conceda al SARS-CoV-2 una nueva oportunidad.

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¿De verdad nuestra estrategia es la vacunación?

Ante el fracaso en la aplicación de las restricciones epidemiológicas, a estas alturas los dirigentes europeos y norteamericanos apuestan por la vacunación masiva como la única solución viable.

Es otra forma de ganarle la partida al virus, pero…

A la vista de decisiones tan absurdas como las dudas que se sembraron sobre la utilización de la vacuna de AstraZeneca, basadas en el supuesto riesgo de trombos para los vacunados, nada nos hace pensar que la gestión que harán nuestros políticos de la vacunación será menos desastrosa que la que efectuaron aplicando medidas epidemiológicas clásicas.

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Puede que incluso llegue a ser peor, como demuestra la reciente suspensión en Norteamérica de la vacuna de Janssen.

Los datos no dejan lugar a la duda ¿Entonces?

Amparándose en procedimientos y burocracias adecuados para periodos de normalidad, nuestros dirigentes han demostrado desconocer lo más elemental de la teoría matemática sobre costes y beneficios.

Lo malo está en que tras haber administrado 7,2 millones de dosis, hubo 6 casos de trombos supuestamente producidos por la vacuna, de los cuales 1 persona murió.

En Estados Unidos se contagiaron de COVID-19 alrededor de 31 millones de personas, de las que murieron unos 565.000.

Está bien que tengamos una normativa muy rigurosa sobre seguridad de medicamentos y productos sanitarios. Pero a la hora de aplicarla no es lo mismo que una crema antiarrugas cause problemas en uno de cada millón de personas que la utilizan, a que este problema ocurra con una vacuna que proteja contra algo tan catastrófico como la COVID-19.

Las cuentas son rotundas: por cada persona que la vacuna mande al hospital por una trombosis más de 1.000 se librarán de acabar en la UCI.

Y ahora pese a la enorme mejora en el tratamiento hospitalario de enfermos de COVID-19 todavía mueren algo más del 20% de las personas que llegan al hospital.

No lo olvidemos: estamos ante una circunstancia excepcional. Tenemos que aplicar medidas excepcionales. No es momento de normativas y burocracias timoratas que cuestan millones de vidas.

Ya nos avisaba el padre de la patología moderna

El gigante de la medicina Rudolf Virchow (1821-1902), considerado el padre de la patología moderna, y cuyos trabajos pioneros sirvieron para salvar millones de vidas acertó con la clave de las pandemias hace más de un siglo.

Escribió magistralmente que «Las epidemias son ante todo fenómenos sociales que además tienen algunos aspectos médicos».

Virchow pensaba que médicamente hablando las pandemias no eran un problema difícil de solucionar, incluso con los limitados recursos de la medicina de su tiempo.

Sabía que las medidas clásicas de distanciamiento social, rastreo de contagios, aislamiento, higiene y restricción de actividades en espacios cerrados, aplicadas urgentemente desde que se alcanzaban tasas de 5 contagios por 100.000 habitantes y mantenidas continuadamente hasta la extinción del agente infeccioso bastaban por sí solas para mantener a las pandemias bajo control.

Pero desconfiaba en grado extremo, con mucha razón, de la mayoría de los políticos. El gran Virchow estaba convencido de que en general los políticos terminaban siendo el mejor aliado de las pandemias al utilizarlas como arma contra sus adversarios.

Sus palabras fueron proféticas. 16 años después de su muerte una pandemia de gripe asoló el mundo causando 50 millones de muertos. Desafortunadamente a la vista de lo que ocurre hoy en día el argumento de Virchow sigue resultando impecable.