En 1979 éramos más jóvenes. Las elecciones municipales se nos presentaron como un concierto de los Rollings Stones. El no va más, lo nunca visto. No ocurría desde los tiempos de los abuelos que pudiéramos elegir al alcalde de nuestro pueblo. A Pedro Guerrero lo acababan de expulsar del PCE por criticar en una 'reunión de célula' que Carrillo hubiera aceptado la monarquía y la bandera bicolor. Con él nos fuimos una media docena de militantes iniciáticos que pululábamos a su alrededor. Yo escribí el comunicado de prensa, del que el diario Línea destacó que acusábamos al partido de usar 'métodos valleinclanescos', cosa que todavía no sé qué significa.

Así que decidimos montar una candidatura independiente, a la que se sumó gente de lo más variopinto. El truco consistía en que la apoyaba de tapadillo la Unión de Agricultores y Ganaderos (UAG), después FUARM y hoy COAG. Su líder local, Manuel Soler, intervenía en los mítines, pero no integraba la lista para no dar el cante. Su lugar, el número dos tras Guerrero, lo ocupó Mateo Reverte, que resultó la gran revelación. La abogada María Teresa Peydró, hija del dirigente del PSOE Histórico en el exilio Miguel Peydró, aparecía en la tercera plaza, y la cuarta era para José Antonio Gallego, que entonces figuraba como demócrata cristiano de los de Ruiz Jiménez y que después fue senador socialista y alcalde de Lorca. En algún lugar de la tabla iba también Paco Campos, psicólogo y, sin embargo, amigo. Yo me presentaba en el puesto número dieciocho de una lista de veinticinco, convencido de que lo importante es participar. Junto a mi nombre aparecían dos epígrafes: 'estudiante' y 'de la diputación de Río', con los que aportaba dos segmentos: el de los jóvenes y una cuota territorial. Demasiados segmentos para una sola papeleta, la mía, pues sospecho que no me votó ni mi familia, entre otras cosas porque hice lo que pude para que no se enteran en casa.

Aquello se financió con bonos de mil pesetas, que en mi caso vendí a algunos profesores del instituto. Nuestra bandera era bicolor, de las que no gustaban a Pedro Guerrero, pero en este caso, sí, porque, naturalmente, era blanca y azul en bandas alternativas. Y no teníamos lema porque, según Guerrero, a todo lema se le puede oponer un contralema. Yo propuse: «Lorca. Para que no haya dudas», y él respondió: «Dirán: ¿Cómo que no hay dudas? ¿Y esto? ¿Y lo otro?». Desde entonces, cada vez que hay elecciones escribo un artículo en el que ingenio los contralemas a los eslóganes de todos los partidos.

Solo intervine en un mitin, en el instituto de Lorca, ante media docena de personas, y cuando llevaba un par de minutos escuché desde la mesa: «¡Corta!». Me dijeron después que me había liado y no veían por dónde iba a salir. Me retiré del atril sin poner ni un punto y aparte. A uno de aquellos mítines, en un gimnasio, asistió un solo espectador, al que invitamos a una cerveza, y estuvo muy simpático. Todavía, alguna vez, lo he visto por la calle cuando voy a Lorca, pero siempre resisto la tentación de abordarlo para preguntarle si nos votó. A veces creo que sí y otras veces creo que no.

Lorca es una nación. De grande, quiero decir. Por entonces, a pesar de ser mi ciudad natal, solo la conocía en parte, pues no había sentido la necesidad de recorrerla toda. En aquellas elecciones, con Campos, era el encargado de acudir a lugar donde se celebraría el mitin para montar el tingladillo. Esto me permitió conocer el municipio palmo a palmo. Las diferencias entre unas y otras zonas eran extremas: pasar de las diputaciones de regadío a las de secano era como cambiar de planeta. Había lugares donde nunca habían visto llegar a tantos extraños o donde jamás se había producido una caravana de coches. En varias diputaciones fuimos recibidos con hostilidad, como se fuéramos extraterrestres con intención no declarada. Una palabra equivocada en un mitin producía en las audiencias un rumor como de ronquido sordo, posiblemente amenazante. Yo tenía por entonces una novieta, no recuerdo si peluquera o enfermera, que hacía de choferesa para la ocasión y que solía vestir conjuntos muy ajustados, monocolores y fluorescentes, hasta que comprobamos que su presencia provocaba el 'rechazo político' de las señoras vecinas, cuyos murmullos no siempre se producían en voz tan baja como para no ser audibles. Sin embargo, en las diputaciones donde UAG tenía implantación se nos agasajaba como si fuéramos los artistas de un circo ambulante que hubiera llegado para entretenerlos. Había por entonces muchos enclaves a los que no alcanzaba la luz eléctrica o el agua corriente y las calles estaban por asfaltar. Y teníamos que lidiar con la competencia entre pedanías colindantes que rivalizaban por la distribución del agua o por acendrados conflictos entre familias. Otras estaban abducidas por algún cacique que ya tenía decidido hacia dónde debía encauzarse el voto de la zona.

Me sorprendía, sobre todo, que después de cuarenta años sin elecciones municipales, especialmente muchos de los habitantes de la amplísima periferia urbana del municipio recibieran la novedad con indisimulado escepticismo. En el primer mitin, en un bar de la diputación de Campo López, el candidato Mateo Reverte se dirigió al auditorio de esta manera: «Yo soy agricultor como vosotros. Voy a entrar al Ayuntamiento, y ya os digo que los primeros prestamujos que haya para la agricultura me los quedaré yo. Si me sobra algo, os lo daré a vosotros». Lo dijo muy en serio, y ya nos preparábamos para escapar de allí a todo correr cuando observamos que los asistentes se levantaban de sus asientos para aplaudir a Reverte entre gritos de «¡tú dices la verdad!», «¡uno que no ha venido a engañarnos!» «¡así se habla!». Tal fue el éxito que pedimos al candidato que repitiera ese 'argumento' en todos los mítines, cosa que hizo y por la que recibía efusivas recompensas y vítores.

Mateo Reverte fue el protagonista, ya concejal, de una de las anécdotas más gloriosas ocurridas en el municipalismo democrático murciano. Su principal preocupación, expresada sistemáticamente en el capítulo de 'ruegos y preguntas' en plenos y comisiones, consistía en instar al alcalde para que suprimiera un canalillo de aguas residuales que transcurría por la diputación de Marchena, donde residía. Visto que el alcalde le daba demasiadas largas, aprovechó una visita a Lorca de Ricardo de la Cierva, entonces ministro de Cultura, para dirigirse a él y reclamarle: «Señor ministro, ruego que se tome usted interés en eliminar el chorro de aguas residuales de Marchena». De la Cierva replicó: «Lo siento mucho, pero ese asunto no es de mi competencia. Yo soy ministro de Cultura». «Se lo digo por eso», argumentó Reverte, «y es que en Marchena hay una peste que no se puede ni leer».

La experiencia de la campaña del Grupo Independiente de Lorca fue una escuela de vida. Me divertí, pero sobre todo, aprendí y tomé conciencia sobre el terreno de que la política no es solo una herramienta para abordar soluciones sino también un mecanismo didáctico en pro de la convivencia, la solidaridad y el trabajo en equipo.

Bien, y a pesar de la improvisación, de los escasos recursos y de que carecíamos de habilidades para el oficio, el resultado en las urnas no estuvo mal: obtuvimos el 0,45% de los votos emitidos. ¿Poco? Lo puede parecer, pero fue suficiente para dos concejales, Pedro y Mateo. Y un dato más que curioso: la cifra de votos coincidía con la fecha de la revolución soviética: 1.917, lo que parecía un guiño al candidato expulsado del PCE.

Ya digo, éramos más jóvenes. Y la renacida democracia era una fiesta. Inolvidable.