La nuestra es una región municipalista, algo comarcana y muy poco regionalista. La proximidad física y emocional de la administración municipal, el conocimiento y cercanía de sus miembros (hasta por sus sobrenombres, motes o apodos de tradición familiar), y la normal relación entre Administración y administrado la convierten en algo próximo. El alcalde y los concejales los encuentras junto a ti en el bar, en el fútbol, en misa, en el tanatorio o en celebraciones callejeras donde puedes abordarlos sin barreras de protección porque son ciudadanos como los demás, que viven y sienten los problemas de sus convecinos como suyos propios. Otra cosa son los políticos regionales, a quienes el pueblo tiene menos acceso, y otra muy diferente los nacionales, a quienes solo conocemos por los medios de comunicación, y muy ocasionalmente es posible coincidir con alguno de ellos quienes, eso sí, se manifiestan amables y hasta parece que te escuchan aunque no lo hagan.

Por tanto, la relación del administrado, hombre o mujer de la calle (con quienes pocas veces se consulta el porvenir o futuro de la sociedad, salvo para pedir el voto en períodos electorales) es el político municipal, representante físico, y también moral, de todos los demás políticos adscritos a las diferentes administraciones (en la Región de Murcia carecemos de la Provincial, por ser comunidad autónoma con una sola provincia). Cuando en 1979 se constituyeron los primeros ayuntamientos democráticos, tras muchos años en que el alcalde lo nombrara el Gobernador Civil de la hasta entonces Provincia, siguiendo los criterios imperantes durante la dictadura del general Franco, fue cuando el Pueblo se sintió representado por los políticos que él mismo eligió en elecciones libres y democráticas. Muchos, como yo mismo, nunca habíamos tenido oportunidad de votar a nuestros representantes y aquella ocasión fue nuestra primera experiencia responsable de elección. Es cierto que muchos fueron entonces a las urnas condicionados por un pasado que rechazaban. Otros lo hicieron no para votar a favor de alguien sino en contra de alguien (cosa muy española entonces y ahora), y otros mirando al futuro, entusiasmados por un porvenir en libertad a partir de entonces; todo lo cual motivó una gran expectación y participación, al margen de una minoría que no entendía aquello, o que por su rancio conservadurismo les impedía aceptar todo lo nuevo, y por tanto diferente.

En los pueblos y ciudades de la Región de Murcia, y por extensión de toda España, fue donde primeramente se comenzaron a experimentar los efectos de la democracia recién estrenada. Los primeros ayuntamientos aún tuvieron que echar mano de la imaginación para poder poner en marcha los proyectos prometidos en las elecciones que ganaron. Hasta entonces, los ayuntamientos administraban la indigencia. Los alcaldes no cobraban por su trabajo (o solo percibían cantidades ridículas), y sólo contaban con exiguas ayudas para pagar sus propios gastos de representación.

Las obras públicas se llevaban a cabo no por las necesidades que planteaba la población, sino al libre albedrío de la Diputación Provincial o del Gobierno de la Nación de acuerdo con el peso político, o la habilidad del alcalde de cada lugar, siempre asfixiado y frustrado por la inoperancia de los organismos superiores, que decidían que y que no debía hacerse en cada lugar.

El martes, 3 de abril de 1979 se celebraron, como bien es sabido, las primeras elecciones municipales en nuestros pueblos y ciudades, en el marco geográfico de un país que se asomaba a la Democracia en un proceso que se dio en llamar «Transición», a cuyos protagonistas se sigue recordando ocho lustros después por la generosidad de miras y por su deseo de iniciar un camino, todos juntos, sin exclusión de nadie; con paso firme en el entonces presente y la mirada puesta en el futuro que todos queríamos para nuestros hijos. Sólo fijándose en la época anterior para tomar el impulso necesario para no caer en ninguno de los errores del pasado.

Los ayuntamientos gobernados por los nuevos munícipes, ansiosos por cambiar todo aquello que supusiera progreso, sin ambiciones personales y mucho esfuerzo y dedicación, comenzaron a hacerse con los símbolos municipales de los que muchos de ellos carecían. Ayudados de vexilógrafos (como el periodista Serafín Alonso Navarro y sobre todo por el vexilólogo y cronista Luís Lisón Hernández), comenzaron a hacerse de banderas y escudos propios que recogían en su simbología y colores la tradición y la historia local, siendo aprobados por sus respectivos plenos tras la aceptación de la Real Academia de la Historia competente en asuntos de heráldica y emblemática locales. Y junto a la bandera y escudo regional (fruto de la imaginación y preparación de los catedráticos José María Jover Zamora y Juan Torres Fontes), comenzaron a ondear en las fachadas de los concejos las nuevas insignias que sustituyeron a las que durante tantos años habían acompañado a la bandera nacional.

El saneamiento de la economía municipal, como consecuencia de los nuevos impuestos como el de la «Declaración de la Renta» y otros como aquel, de nueva creación, permitió concebir y desarrollar nuevos planes urbanísticos, que cambiaron en muy poco tiempo la fisonomía de los pueblos, comenzando a tener color aquella España en blanco y negro del pasado reciente. La Asamblea Regional, con sede en Cartagena desde el primer momento, comenzó a legislar en materia urbanística y de protección del patrimonio cultural para evitar excesos cometidos con anterioridad y que hicieron exclamar al profesor Cristóbal Belda aquella frase lapidaria que afirmaba haber sido los años sesenta del S. XX un período en la capital y otros lugares de la Región donde parecía haberse producido un bombardeo.

Las propias casas consistoriales fueron restauradas en su inmensa mayoría, con criterios rigurosos y científicos, de acuerdo con las nuevas necesidades municipales; tanto las que se ubicaban en edificios históricos (caso de Cartagena, Caravaca, Jumilla, Yecla, Murcia, Totana, Lorca y otras tantas), como las que fueron construidas de nueva planta (Bullas, Los Alcázares y Beniel, por ejemplo). En otros lugares trasladaron su antigua ubicación a lugares más amplios, convenientes o monumentales, como es el caso de Cehegín, Cieza y Ricote.

Comenzó la conciencia popular por la protección y conservación del patrimonio cultural, especialmente por el histórico y el antropológico. Y apoyados por entidades de ahorro como la CAM y sobre todo por Cajamurcia, a través primero de su «Obra Social y Cultural» y luego de su «Fundación» (aun viva y con pujante vigor), fueron frecuentes los «convenios» (anuales o plurianuales) entre los ayuntamientos, la Iglesia Diocesana y la fundación Cajamurcia para la restauración del patrimonio, en especial arquitectónico, que tan felices resultados consiguieron.

Los pueblos y ciudades comenzaron a vestir calles y plazas con monumentos a personas dignas del recuerdo popular o representativas de su actividad económica o antropológica.

Los nuevos ayuntamientos democráticos, conscientes de la importancia de la recuperación y publicidad de su propia historia, comenzaron a nombrar sus cronistas oficiales que hasta 1979 sólo la capital, Cartagena y pocos lugares más disponían de ellos. El cronista local investiga el pasado, da fe objetivamente del presente y prepara las herramientas con las que han de trabajar los historiadores en el futuro. Así mismo, las nuevas corporaciones se preocuparon de nombrar archiveros profesionales, debidamente formados, que ordenaran los archivos municipales, hasta entonces de muy difícil consulta y en condiciones en muchos casos desastrosas. Se comenzó a atener a los investigadores y facilitaron el conocimiento documental de la historia local, regional y nacional.

Finalmente, los ayuntamientos democráticos, ya mayores de edad desde hace varios lustros, y con la experiencia acumulada de cuarenta años de existencia, se ocuparon del deporte local y actividades lúdicas impensables otrora y, sobre todo se han ocupado de las pedanías, tradicionalmente abandonadas a su suerte; muchas hasta los años setenta sin luz eléctrica, sin agua corriente domiciliaria, sin asfalto en sus calles y con apenas puentes para evitar barreras naturales.

Por todo lo dicho, y por tantas cosas más que no caben en un espacio limitado como del que dispongo, la valoración de los ayuntamientos democráticos, cuyo cuadragésimo aniversario ahora celebramos comunitariamente, es más que positiva. La frase que elogia «el tiempo pasado» queda muy bien para los poetas, pero pocas personas con sentido común sienten en serio el deseo de volver atrás. Los protagonistas de todo fueron los alcaldes de la Transición, que con tanto esfuerzo, imaginación y dedicación, lo dieron todo sin apenas medios humanos y económicos. Todos ellos, sin excepción, merecen el recuerdo y consideración de la sociedad actual. Tanto los que por fortuna aún están entre nosotros como los que ya pasaron el umbral de la historia. Todos merecen el elogio de quienes disfrutamos de lo que ellos sembraron en el surco infinito de la existencia y vamos recogiendo, consciente o inconscientemente quienes seguimos en el camino de la vida y quienes lo harán después de nosotros.