Hubo un tiempo en que el ser humano, crédulo en esencia, pensó que las nuevas tecnologías iban a hacerle más libre. En realidad la idea fue vendida con especial fortuna por los nuevos chamanes de esas todopoderosas tecnologías de la información y la comunicación (TIC). "Conéctese con el mundo...", nos animaron. Y nadie se percató de la letra pequeña del nuevo contrato: "... que el mundo ya se encargará de tenerle conectado a usted". Conexión igual a control. Se enteró de ello Winston Smith, el pobre protagonista de "1984", la novela de Orwell. Se enteró tarde, y así le fue.

Hace treinta años escribíamos con máquina de teclas y hacíamos copias con papel de calco. En tres décadas un buen porcentaje de trabajadores se ha convertido en esclavos de la tecnología del nuevo milenio. Nunca como hasta ahora se había relativizado tanto el concepto de descanso laboral, primero por la presión de las empresas, y segundo, y probablemente más importante, por el autosometimiento de una gran tropa laboral a un régimen hasta ahora inédito en la historia del trabajo.

Los ordenadores comenzaron a generalizarse en los años ochenta y los románticos pensaron que el teletrabajo estaba cerca, una especie de liberación mutua entre trabajadores y empresa que facilitaría la vida en familia y un mayor desarrollo personal.

El sociólogo neoyorkino Alvin Toffler hablaba muy poéticamente de la "casita electrónica", como ejemplo de lo que iba a ser la tercera era, la revolución de las nuevas tecnologías como complemento a las históricas revoluciones agrícola e industrial. Una imagen que personaliza esa era tan apasionante como peligrosa es la de Ray Tomlinson, creador de la "arroba" del correo electrónico, y Martin Cooper, el padre de la telefonía móvil, recogiendo juntos en Oviedo en 2009 el premio "Príncipe de Asturias" de Investigación Científica y Técnica.

La "casita electrónica" existe, pero no como alternativa al centro de trabajo sino como un apéndice de él. Hoy se considera normal que cualquier trabajador de los que utilizan a diario soportes tecnológicos lo siga haciendo durante el fin de semana e incluso durante sus vacaciones, no como vehículo de ocio (o no sólo) sino como alargamiento absurdo de su jornada laboral. Móviles que no se desconectan, correos electrónicos siempre abiertos, trabajo que se lleva para casa con intención de volcarlo en el ordenador propio...

El sociólogo bielorruso Evgeny Morozov, profesor de la Universidad norteamericana de Stanford, ironizaba recientemente en un artículo de prensa sobre la degradación de la 'casita electrónica' en puro y duro "taller clandestino". Para muchos, los horarios laborales han muerto, diluidos en una ciberdependencia que es la mejor baza del capitalismo.

Se envían en el mundo unos 300.000 millones diarios de correos electrónicos, un sistema que compite desde algún tiempo con la carga de sobreinformación que generan las redes sociales. Hay un exceso de intercambio de información, y no sólo porque nos inundan los spam, sino porque nos hemos acostumbrado a banalizar el contacto.

Se calcula que un trabajador de los de pantalla de ordenador utiliza entre un 5 y un 10 por ciento de su horario laboral oficial en gestionar su bandeja de correo electrónico. Estamos hablando de media hora al día. El e-mail ahorra terreno pero sólo si se hace bien. La facilidad de acceso y envío de información es una trampa que está generando además, a juicio de muchos, un significativo aumento de adictos al trabajo.

A veces, donde algunos creen ver una adicción lo que hay es desorganización laboral galopante: "Cuando en la oficina el tiempo para mandar correos electrónicos se gasta en hablar con el de al lado, acabas enviándolos mientras comes". El psicólogo hace suya una frase que escuchó: "Desconfío de las personas que trabajan por sistema doce horas diarias. No puede ser que trabajen así siempre, y que trabajen bien".

Si la distancia -no física sino informática- desaparece, la oficina permanece. Es lo que algún analista denominó el retén de guardia universal, un sistema laboral cuyos trabajadores ya no cotizan por horas trabajadas sino por productividad, y donde el auténtico valor no está ya tanto en la puntualidad y la pulcritud como en la disponibilidad.

Más del 60% de los trabajadores sigue manteniendo contacto con su empresa a través del móvil en período vacacional, y casi una cuarta parte lo hace mediante correo electrónico. Desconectamos mal, algunos porque no pueden y otros porque no quieren. Muchos superiores entienden la jornada laboral de sus subordinados como de 24 horas, y lo hacen con la misma facilidad con que cualquier persona es capaz de dejar a su interlocutor con la palabra en la boca para contestar una llamada de móvil, en la mayoría de los casos intrascendente. Es como si las TIC fueran una carga a la línea de flotación de la urbanidad y el buen gusto.

Las TIC, como las armas, no son buenas ni malas en sí mismas. Tienen un peligro implícito en su manejo y abuso. Estar rodeado de artilugios (ordenador, smartphone, tableta, e-book, iPod, todo tipo de consolas...) puede hacernos sentir los reyes del universo, la misma sensación que experimentan algunos con un volante en las manos, pero la euforia se puede volver en contra. El 40% de los adolescentes españoles -futuros trabajadores- pasa más de dos horas diarias buceando por redes sociales. Y cuando un adulto, después de diez horas de trabajo frente al ordenador, llega a casa y se pone a relacionarse en Facebook, pongamos por caso, es que tiene un problema.