El término dolor es definido en la última Edición (2.a) del Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, basado en su etimología latina (´dolor, -oris´) como: «aquella sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior» y también como «un sentimiento, pena o congoja que se padece en el ánimo» Melzack y Cassey, definen el dolor como una experiencia perceptiva tridimensional con una vertiente sensorial (discriminativa), una vertiente afectiva (motivacional) y una vertiente cognitiva (evaluativa).

La definición más aceptada actualmente, es la de la Asociación Mundial para el Estudio del Dolor (IASP): «es una experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada con un daño tisular, real o potencial, o descrita en términos de dicho daño»

Si bien partimos de la complejidad de definir un síntoma tan «complejo» valga la redundancia, cuando el dolor se presenta en el proceso de una enfermedad incurable, que evoluciona hacia la fatalidad, lo que es un síntoma complicado se torna en un proceso en sí mismo.

De hecho, nuestros vecinos portugueses han incorporado el dolor como un quinto signo vital (que se debe medir como tal), acompañando a la tensión arterial, el pulso, la respiración o la temperatura.

Pero aun hay más pues el dolor es una experiencia que cambia a través de complicadas zonas de interpretación que denominamos cultura, historia y conciencia individual.

Además depende de experiencias anteriores (propias o ajenas), de cómo lo hemos enfocado, de cómo lo hemos asumido y de cómo lo recordamos. También influye el grupo social al que pertenecemos lo que explica que los miembros de determinados grupos sociales reaccionen de una forma muy parecida al dolor.

Esta experiencia dolorosa se verá modificada por factores que modulan la vivencia o la intensidad. Así, existen factores que elevarán el umbral del dolor, tales como tener un buen descanso, un sueño reparador, sentirse comprendido y escuchado, participar en actividades de diversión o el simple hecho de estar entretenidos, que harán que «nos duela menos».

Por el contrario hay otros factores que bajaran el umbral del dolor, como son el insomnio, el aburrimiento, la rabia, la ansiedad, el sentirnos solos y abandonados, el aislamiento, la tristeza€que harán crecer nuestro dolor hasta límites insostenibles muchas veces.

En la práctica clínica esto es de una importancia crucial, pues con frecuencia observamos que a pesar de tener a un paciente con dosis elevadísimas de fármacos muy potentes como los opioides, no conseguimos mitigar su dolor y si por el contrario aumentar los efectos tóxicos o indeseables de estos medicamentos. Y ello se debe a que existen otras necesidades que no hemos sabido reconocer o que ni tan siquiera hemos «explorado».

De esta forma, los que atendemos a personas en situación de enfermedad avanzada o de fin de vida, sabemos que el dolor tiene dimensiones. Existe una dimensión o un aspecto que llamamos físico (lesión histológica, mecanismo de producción€), pero siempre se acompaña de unos aspectos psicológicos (la impresión de que el dolor no se va a quitar genera angustia que a su vez genera más dolor€), de unos aspectos sociales (el dolor genera aislamiento y este a su vez aumenta el dolor, el depender de los demás, la pérdida del rol también contribuyen al mal control del dolor) y de unos aspectos espirituales (la identidad, la idiosincrasia de cada unos de nosotros, lo que esperamos de la vida, o lo que ya no esperamos€).

Además se suele asociar un componente depresivo lo que genera aun mayor desestructuración.

Por todo ello, a la hora de evaluar el dolor en una persona en esta situación, debemos contemplar estos aspectos o dimensiones, sin cuyo abordaje y control los fármacos serán mucho menos efectivos.