Actualmente existen sólo 475 linces ibéricos viviendo en la península. Cada uno de ellos es un auténtico tesoro. La Unión Europea lo sabe bien. Hace sólo diez años su número apenas alcanzaba el centenar.

Por aquel entonces saltaron todas las alarmas e importantes ONG se pusieron a luchar y presionar para la conservación de los mismos. El resultado no se hizo esperar y la Unión Europea, junto a otros organismos públicos, comenzó a invertir en su conservación. Sólo el año pasado, 26 millones de euros fueron destinados a dicho fin. Gracias a ellos, la población de linces ibéricos, después de muchísimos años, por primera vez superó los 500 ejemplares pero ¿qué ocurrió? Pues que, lamentablemente, sólo durante el año 2017 fallecieron 53.

¿Y sus muertes se debieron a causas naturales? Ni mucho menos.

29, nada más y nada menos, fueron atropellados. Seguramente, por un deficiente mantenimiento del vallado que rodea los parajes naturales en los que viven, que, en definitiva, son los que les impiden acceder a las carreteras; aunque, también, evidentemente, por la imprudencia de los conductores que se los llevaron por delante.

Claro que no queda ahí la cosa: 8 linces más fueron cazados por furtivos. Cuidado con este tema, que cada vez hay más «exquisito» de alto poder adquisitivo dispuesto a pagar fortunas a experimentados furtivos con tal de que les acompañen en busca de la presa deseada. Ahí lo dejo.

Otros 6 murieron por culpa de infraestructuras mal diseñadas, que funcionaron como auténticas trampas mortales para éstos. Dos más por peleas o enfrentamientos con otros animales; entre otros, según apuntan algunos expertos, por grupos descontrolados de perros abandonados; otra clara irresponsabilidad.

Y sólo, tan sólo 5 linces, lo hicieron por enfermedad o muerte natural.

Así que, si calculan y echan números, verán cómo, una vez más, el ser humano ha demostrado ser el único animal suficientemente torpe y absurdo como para invertir millonadas en conservar animales y, a la vez, cargárselos sin el más mínimo pudor. En fin, lo de siempre, ver para creer y, después, llorar.