¿Se sorprenden? La explicación es sencilla. Ante las numerosas prohibiciones para el uso de animales en espectáculos y la falta de centros de acogida para los mismos, muchos propietarios están decidiendo instalarse en sus casas con ellos.

El ataque al que hoy me refiero, por ejemplo, ocurrió en una de esas viviendas cuando dos animales se escaparon. Me llamó entonces la Policía y me pidió ayuda. Se trataba de un «exdomador» que vivía con media docena de chimpancés, varios macacos y multitud de guamayos y cacatúas.

Las noticias al principio eran muy confusas, así que pensé que se trataría de algún pequeño animal que habría huido de su jaula. Pero no, cuando llegamos descubrimos que se trataba de dos enormes chimpancés machos de más de 80 kilos de peso cada uno. Los pobres animales nos miraban desafiantes, subidos en el tejado del chalet.

Era una locura pero no había tiempo para pensar. Empujado por la inconsciencia y la necesidad de rescatarlos antes de que alguien decidiera pegarles un tiro, comencé a acercarme a ellos llevando una pieza de fruta en una mano y, en la otra, una pequeña cerbatana con una inyección anestésica dentro. No sirvió para nada. Los animales en cuanto me vieron comenzaron a huir y no se me ocurrió otra cosa que correr tras ellos.

Al principio dio buen resultado y uno de los dos, harto del acoso, decidió volver a su recinto. Sólo quedaba ya uno.

Pensé que si continuaba, seguiría el mismo camino que su compañero. Así que corrí tras él pero, de pronto, paró en seco. Debió de pensar que aquello era ridículo. Al fin y al cabo, como todos los chimpancés él tenía siete veces la fuerza del hombre más fuerte de la tierra y toda la agilidad del mundo. Entonces se dio media vuelta y corrió hacia mí. Me quedé quieto sabiendo que podía morir. Un solo manotazo suyo me habría roto la cara, el cuello o partido la columna en dos. No podía escapar. Respiré hondo. Apunté con la cerbatana y soplé tan fuerte como pude. La inyección se clavó sobre su cuerpo y el efecto fue inmediato. El animal me miró, yo le miré, y cayó desplomado. Media hora más tarde estaba ya despierto en su recinto.

Ha pasado tiempo de aquello, pero ahora que me llegan de nuevo noticias de más personas retiradas del circo que instalan los remolques con sus leones, tigres u osos, al lado de la casa en la que viven, sólo pienso en la mirada de aquel pobre chimpancé que, simplemente, buscaba la libertad.