En el piso barcelonés de la escritora Ana María Matute hay una casa en construcción. Se trata de una edificación de tres plantas, de esas con las que juegan los niños, y está a medio hacer al lado de la ventana, junto a unas piezas desperdigadas. Al otro lado del salón, sobre una mesita, hay una reproducción en miniatura de su estudio de trabajo, un lugar sagrado al que nadie puede entrar.

Ana María MatuteLa escritora, probablemente la más importante del mundo en lengua española, habla a sus 87 años con energía, susurra, agita su muleta, ríe con ojos de niña... La excusa del encuentro es la nueva edición de sus cuentos infantiles que emprende la editorial Destino.

Ahora se publican de nuevo todos sus cuentos infantiles, uno a uno. ¿Para quién los escribió?

Para mi hijo. Para los niños. Me da una rabia cuando pretenden que pasen como textos para mayores... Hay cosas en ellos que los adultos no entienden, estos textos sólo los comprenden bien los pequeños. Ser niño es muy duro. Todo está en tu contra. Y ves cosas que los demás no ven, y nadie te valora. Pero antes les valoraban aún menos, eran como animales de compañía, los hermanos Grimm no escribieron sus cuentos para ellos, están llenos de cosas terroríficas y horribles, pero mejor así, porque a los niños no hay que esconderles nada, no hay que tratarlos como minusválidos, ellos comprenden el mundo mejor que nadie.

Pero son cuentos que gustan también a mayores.

Eso sí, claro. A mayores que sepan cómo mirar. Julio Cortázar me decía, de hecho, que lo que más le gustaba de mí eran los cuentos para niños. Pero él tenía una percepción privilegiada, era mago, ¿sabe? Me vino a conocer a Sitges porque le había encantado mi novela ´Primera memoria´ (1959). Soy muy vieja y los he conocido a todos: Pablo Neruda me dio un abrazo en Moscú, en un congreso de escritores, y me llevó agarrada a varios sitios, recuerdo que me emocioné tanto que mi marido creyó que no me iba a lavar el abrigo nunca más.

Pero a un escritor le favorece la edad...

Sí, eres más objetivo, tienes más experiencia y además la administras mejor... Te sirve para escabullirte de ciertas cosas. Y conoces más tus límites...

Pero ¿usted qué límites tiene para escribir, digo?

Ninguno. No me pongo barreras. Pero, si bien es fenomenal llegar a una edad como la mía, por otro lado es muy triste porque todo se muere: ves en el diario cómo van cayendo tus amigos, todo lo que ha sido tu mundo se desmorona y aparece como un campo de cenizas.

Moliner quiso ser académica de la lengua, como lo es usted.

Era de lógica que lo fuera, pero los académicos no quisieron... Como con Caballero Bonald, que ha tardado mucho en serlo. Somos amigos de toda la vida. Cuando yo estaba casada con el malo, me dejó tirada en Mallorca sin dinero. Se fue a Madrid "a arreglarlo todo", en realidad a vaguear y perorar en los cafés, era su especialidad. Me dejó colgada en un hotel. Camilo José Cela se enteró y se presentó allí con su mujer, Charo, pagó las 6.000 pesetas que debíamos de la cuenta y me llevó a su casa, donde estuve viviendo tres meses. Y allí Cela tenía de secretario a Caballero Bonald, estábamos los dos como dos gatitos recogidos de la calle. Me tuvo como a una hija, por lo que a Cela siempre lo he visto como alguien paternal.

Usted vivía en un mundo de hombres. Era la única mujer con todos los grandes premios literarios: el Nadal, el Planeta, el de la Crítica, el Nacional...

Siempre. Tardé mucho en tener amigas, como Josefina Aldecoa, Carmen Martín Gaite y Ana María Moix, que me escribió una carta cuando ella tenía 17 años. Me dijo que llevaría una piel de leopardo, y yo le respondí: "Pues yo una de gato viudo", ¡y se lo creyó! Un día, me invitó con Terenci a ver ´Cleopatra´ al cine. Ahora ya no veo tanto cine, porque me he quedado sorda. Pero sí, en los ambientes literarios había hombres, y yo iba y bebía con ellos. Me llamaban "el pequeño cosaco", porque les seguía el ritmo. Yo he bebido toda la vida, con mi hermano de pequeños cogíamos unas moñas... Las mujeres de entonces eran, como yo las llamaba, señoras recortadas, sólo pensaban en hacer una buena boda.

La descubrió el editor Ignacio Agustí.

Yo fui a que me descubrieran. Cuando tenía 17 años había escrito a mano una novela en un cuadernito cuadriculado, ´Pequeño teatro´. Un día pregunté: "¿Cuál es la mejor editorial de España?". "Destino", me dijeron. Y allí que me fui. No me recibían, y al final un chico me dijo: "La haré pasar". Agustí era todo un señor, me trató muy educadamente y me dijo: "Tienes que pasarlo a máquina". Lo hice, se lo envié; y no había pasado ni una semana que me lo encontré por la calle. "Señorita Matute, hemos leído el libro, pero ¿usted qué edad tiene?". Yo tenía 19, y me respondió, sorprendido: "Le vamos a publicar el libro, venga un día con su padre". Firmamos un contrato de 5.000 pesetas para toda la vida. Mi padre dijo: "¿No le podrían dar un poco más?". Y Josep Vergés, el dueño, respondió: "Es un producto que todavía no sabemos cómo va a salir". Claro, una editorial no es una ONG, pero en aquella época los contratos eran leoninos.

No tenía usted detrás entonces a una agente como Carmen Balcells.

Ella fue decisiva en que volviera a escribir. Sin ella, no habría existido ´Olvidado rey Gudú´, que es el libro que yo escogería de entre todos los míos. Llevaba 18 años sin escribir, ¿se da cuenta? A causa de una depresión muy mala. Balcells me preguntó: "¿No tienes nada?". "No, sólo me quedó a medio terminar un libro". "Traémelo". Cuando lo leyó, me dijo que había que acabarlo y me secuestró: me llevó a vivir a su casa hasta que lo acabara, me puso una suite estupenda, con dormitorio y cuarto de trabajo con mi máquina eléctrica, y una secretaria abajo que lo pasaba a ordenador. Lo terminé en meses. Al acabar, tomamos champán y me coronó con la corona del roscón de Reyes. Desde entonces me representa y todo cambió a mejor.

Se habla de infancia feliz, pero la suya...

Yo tuve solamente ratos felices. Y otros muy malos. Cuando un niño se portaba mal, un castigo era meterlo en un cuarto oscuro, sin pensar en los traumas que podía crear. Mis hermanos salían llorando. Yo me portaba mal para que me metieran dentro, para que me dejaran en paz.

¿Qué placer encontraba?

Era maravilloso. Lo que yo llamaba la luz de la oscuridad. Ahí empecé a ser escritora, a ver la realidad desde otro camino. Lo llamaba la ciudad de los armarios, que no llegaban al techo. Abría los cajones, tocaba las mamparas. Un día, cogí un terrón de azúcar, lo partí en dos y salió una lucecita azul, que parece ser que es una cosa que ocurre, como cuando metes el pescado fresco en la oscuridad, y me maravillé: "¡Soy maga!", me lo creí. Y me lo sigo creyendo.

Nunca habla de política.

Yo he sido comunista... hasta que fui a la Unión Soviética, seis meses en Rusia me bastaron para ver lo que era aquello. Hoy, me sacan de quicio los recortes y los desahucios, no entiendo cómo son capaces de dejar a gente en la calle.

Tiene fama de apadrinar escritoras...

De eso tienen la culpa los críticos, que no hacen más que ver rasgos femeninos, o míos, en los libros que escriben chicas. Me saca de quicio. A mí me confundían con Carmen Martín Gaite, que somos el día y la noche. Primera memoria no tiene nada que ver con Entre visillos.

¿Se ha llevado bien con los críticos?

No me ha importado lo que dijeran. No he tenido malas críticas tampoco, aunque sí algo peor: la incomprensión, ver cómo hablan y hablan de un libro mío durante páginas sin haberlo entendido. Eso te hunde. La teoría es lo que me sobra de la literatura. Mis clases consistían en leer los libros y explicarlos, de manera muy viva, me acercaba a lo que el escritor había hecho.

¿Quién le contaba a usted los cuentos?

Mi tata, éramos como sus nietos y nos explicaba historias de duendes. La tata Anastasia, de Burgos. Nos explicaba que, en los caseríos, en otoño, por la noche, cuando empezaba a hacer frío, los duendes que no podían meterse debajo de árboles pasaban frío y hambre, y ella les ponía unos cuencos con grano en la puerta para que esos seres comieran algo, y un poco de sidra para que entraran en calor.