Los nuevos contactos que nos sugiere Facebook ya no son amigos nuestros, sino amigos de amigos, conocidos lejanos, gente de aluvión en nuestras vidas, de la que acaba uno por no saber quién es ni qué demonios hace en su FB. Pero estamos encantados de tener 500 o 1.000 en la lista. Y creciendo, nunca decreciendo.

Por pereza o por narcisismo insensato no establecemos grupos de destinatarios, sino que todos pasan a engrosar la bolsa de amigos, y cada día recibimos y emitimos solicitudes de amistad, poseídos por una especie de filadelfia desatada. A pesar de la fragilidad de nuestro vínculo con muchos de ellos, seguimos compartiendo con todos nuestras ocupaciones o acciones más banales y celebraciones más íntimas. Nos sentimos halagados de que esos actos privados sean jaleados con decenas de 'me gusta', donde se mezclan los que se sienten cercanos y los que pulsan compulsivamente la tecla y esperan, un poco mezquinamente, ser pagados con la misma moneda.

Poco a poco, FB se va pareciendo a ese fastidioso álbum de fotos que tanta pereza nos daba tener que hojear, de visita en casa de esos amigos que ahora nos lo endosan sin necesidad de pisar sus domicilios. La misma pose cursi, el mismo ombliguismo en zapatillas (la felicidad de los enamorados, las performances de los niños pequeños o de las mascotas, las fiestas a las que no fuimos invitados ni falta que hacía), pero sobre individuos a los que no nos une ningún vínculo cordial. Y todo ello en el portátil, la tablet o el móvil de última generación. Ilustrado con los selfies, que permiten volver autónomo al paseante solitario, reportero de sí mismo: ¿a cuántos vemos por ahí, en la calle, en los parques o en la playa, poniéndole caritas o hablándole a la cámara con el brazo extendido? Más carnaza para las redes.

Hay quien añade a todo eso los éxitos profesionales, de manera que el FB personal se convierte en un currículum audiovisual y un subidón de autoayuda, donde es posible encontrar, además de lo que uno ha hecho en privado y no le importa a casi nadie, lo que uno hace en su vida laboral pública, a qué saraos profesionales ha asistido, con qué famoso del ramo se ha encontrado, quién le ha mencionado elogiosamente, lo cual tampoco importa a casi nadie, salvo a aquellos pocos a los que quiere impresionar o chinchar o ambas cosas.

Y hay quien adereza el conjunto con todos los cambios de look, los nuevos maquillajes o color de pelo, la barbita hipster o el rapado al cero, el piercing en el ombliguito o el tattoo en la pantorrilla. Incluso los retos deportivos, con los récords y el entrenamiento: el jogging o el trekking, la capoeira o el spinning, el paddle-surf o el snorkel.

Esa confusión del FB personal con otras redes sociales especializadas (Linkedin, Tinder o Runtastic, digamos) es un despropósito en términos de competencia comunicativa: no sabemos identificar al destinatario, proyectamos sobre cientos de ellos, de pelaje muy distinto, un mensaje una vez, que atañe a unos cuantos, y luego otro otra vez, que atañe a otros cuantos, pero quizá no a los anteriores. Y todo queda registrado: cada usuario añade cada día muros garabateados a una nueva planta del monolito que erige a su mayor gloria, y que será observado desde sus respectivos monolitos por los demás usuarios, desde donde fluirán los 'me gusta' que alimentan la erección de más muros y pisos: una burbuja inmobiliaria de afectos digitales.

La filosofía que abandera FB se resume en tres lemas: 1) la red no puede ser más que social, 2) esa socialidad consiste en compartir las historias de vida de las personas para hacer del mundo un lugar más abierto, transparente y empático y 3) la privacidad y la intimidad son convenciones sociales revisables (y FB contribuye a que se revisen en el sentido expuesto en 2).

La agenda oculta, sin embargo, es muy otra, aunque funcional con la manifiesta: mientras nosotros compartimos a destajo con otros usuarios, FB vende nuestros datos a los anunciantes, de manera que, a cambio de tanto friending y liking, estamos abriendo nuestra intimidad consumidora, deseante, a marcas de todo tipo. Las críticas más habituales a FB van dirigidas a esto último: se nos precave contra los malos que toman nota de aficiones y debilidades que nosotros voluntariamente les confiamos, contra las empresas que fisgonean en nuestros armarios digitales para encontrar oportunidades de negocio. Es más inquietante la agenda manifiesta. No es la publicidad del espacio privado, sino la privatización del espacio público, la que debería preocuparnos. Toda esta exhibición sentimental-profesional-gimnástica-cosmética a la que nos invita FB desplaza de las redes sociales el intercambio, la reflexión y la discusión sobre aspectos cívicos, públicos y la hace orbitar sobre la búsqueda ansiosa del contacto y del asentimiento en lo particular: no es individualismo (todo lo contrario: un individuo frágil, necesitado de la sanción de los demás), sino un psicologismo barato, el cuadernillo de ejercicios del manual de autoayuda.

Hagan la prueba: entren en Facebook y repasen las 50 últimas entradas que se ofrecen, sin contar las que vienen de empresas. Calculen cuántas de ellas están referidas a anécdotas ajenas que no les incumben o a propias que tampoco incumben a la mayoría de sus contactos (qué me ha pasado, con quién o dónde he estado, qué he hecho) y cuántas se refieren a asuntos que podrían interesar, por su dimensión, a todo ese variopinto círculo.

Lecturas para comprender

Lecturas para comprenderPara entender cómo es posible que FB haya conseguido que lo social sea ya para nosotros la vida privada-hecha-pública de las personas, de qué nos privamos cuando convertimos la exposición y la curiosidad sobre vidas privadas en nuestra mejor ocupación, nada mejor que recurrir a clásicos como La condición humana, de Hannah Arendt, y El declive del hombre público, de Richard Sennett. Sobre la transparencia como imperativo social y como marco donde esa explosión de la intimidad encuentra su lugar, La sociedad de la transparencia (2014), de Byung-Yul Han.

Y sobre la influencia de toda esa retórica de la autenticidad, la informalidad, la espontaneidad, en el discurso público del político, Sin palabras ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? (2017), de Mark Thompson (exdirector general de la BBC y actual CEO del New York Times). Las críticas más demoledoras contra las redes sociales y la post-privacy las podemos encontrar en Christian Fuchs ( Social Media: A Critical Introduction, 2014) y José Van Dijck (The culture of connectivity, 2013), ambas solo en inglés. Las más accesibles y estimulantes.