El día del enlace, amaneció un cielo color ballena muerta y Luisa solo tuvo ojos para su maridito. No me dirigió una mirada, una sonrisa cómplice, un atisbo de esperanza. En el altar de marinos de postín y de capitán celebrante, solo se escuchaban las bienaventuranzas a los novios, y yo me sentí más solo que cuando en una ocasión se olvidaron, siendo un niño, de recogerme a la salida del colegio. Transformé en billetes de cincuenta los pañuelos de las abuelas lloronas. Pero nada: la novia ni se inmutó. Al acercarme a ella para felicitarla le susurré palabras de amor, y de su velo de seda hice aparecer mil mariposas de colores, aunque no fueron suficientes para ablandar su corazón. Las palomas blancas, inmaculadas, que volaron tras el túnel de espadas, las puse yo sacándolas de mi chistera. Transformé la calabaza en carruaje; el arroz en pétalos de rosas; y la tarta se cortó con un sable saladino que previamente regurgité de mi estómago. Todo fue inútil y abandoné la fiesta convencido de que había hecho lo imposible por recuperar los favores de mi amada. De regreso al camarote, malhumorado y hundido, pensé en volver al circo, pero cambié rápido de idea y lo vi claro: decidí matricularme en un curso de velas negras, mal de ojo y vudú haitiano anunciado en un cartel cochambroso que colgaba de un tablón de anuncios.