Unas sirenas surgieron entonces del fondo del mar y procedieron a anudar con fuertes algas los troncos, y a poner uno de ellos en medio, enhiesto, a modo de mástil. Entonces, se despertaron los dos. Y celebraron felicísimo himeneo. Suerte y fortuna que repitieron sin cesar hasta que el sol subió a su cenit. Entonces, sin decir nada, Calypso se levantó, subió a la almadía ayudada por las sirenas y ordenó a las mismas, le trajeran sus arrumbadas vestiduras, que había abandonado para gozar con Odiseo.

Y procedió a colocarlas como vela, colgadas de la verga transversal que en lo alto del mástil, a la vez izaban las sirenas. Las mismas sirenas trasladaron fardos y toneles que habrían de servir para el uso del Héroe, dispuestas de antemano por la servidumbre de la ninfa. A continuación, la bella Calypso invitó al aturdido Odiseo a subir. Lo abrazó y lo besó, descendió, y procedió a empujar, ayudada por las sirenas, la balsa en dirección al sol primero del día, que ya se anunciaba próximo a salir por oriente, a bordo del Carro de Apolo.