La Murcia de los cincuenta, páramo en lo cultural, daba resplandores insólitos. Nuestra casa frente al comercio y edificio de Tejidos Medina, en Platería, guardaba misterios, como en un espejo. En su terraza, un pequeño estudio para Antonio Medina Bardón, que entonces era vanguardia pictórica, lo compartía, en ocasiones, cuando bajaba de Espinardo, con Antonio Hernández Carpe. Subíamos alguna vez a verlos pintar, a mirar a Carpe dibujar filigranas. En esos años pasivos, Carpe pintaba los murales de la Casa de la Cultura y del Hospital Provincial. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Seguirán tabicados con Pladur? Los del hospital, ¿despiezados? ¡Cómo duele esta desgana murciana! Al parecer, sin solución, se grite como se grite.

Carpe pintaba la entrada de don Alfonso X a la ciudad en la pared e iban a verlo hacer sus amigos, Juan García Abellán, Antonio de Hoyos, mi padre, entre otros. Al tiempo, Medina y Crespo se echaban a la calle a rodar Una aventura vulgar. Todo es ya historia viva, interconexionada. La persiana de un comercio que, en uno de los planos del arranque de la película, levantan unos muchachos, diciéndonos que empieza el día; es la del escaparate de la tienda de Medina. Mi suerte era que yo, niño, andaba en esos espectáculos. Dándole patadas a un peto en la placeta de Joufré.

Carpe expuso sus primeros cuadros en la Asociación de la Prensa, en la plaza de la Cruz, número 3; y desde Platería, sus amigos -cuenta García Abellán- le ayudaron a acarrear la obra. Carpe, pequeño de estatura, se hizo grande e interpretó la novela de su vida junto a Celina Monterde, a la que conoció en el circo ambulante donde trabajaba de contorsionista; aun siendo niña. Carpe la ingresó en un colegio de monjas de donde salió para casarse con el pintor. Preciosa y conmovedora pasión de amor.

El pintor marchó a Roma y nos dejó los grandes dibujos, maravilla, para los libros de sus amigos los escritores sobre la Murcia que él veía en la distancia. Con esas nubes hechas de hilos sueltos de algodón. En los últimos años de su vida volvió al dibujo y a la línea, y grabó por insistencia de Avellaneda, una carpeta de grabados al aguafuerte; palomas y toreros, barcas de proa dedicada, frutas y mares pequeños con balnearios. Una experiencia única en el artista especialista en la pintura mural, aunque al final, regresara al caballete y al buril. Carpe distante o cercano, cuando quería en ambos casos, pintor enorme, sabio y constante. Nunca olvidado.